Transterritorial
En torno a los espacios de la identidad y de la diáspora

Octavio Zaya


Crítico y curador, reside en Nueva York desde 1978. Editor asociado de Atlántica (España) y corresponsal de Flash Art (Italia)
  Si los latinoamericanos tienen algo que los unifique no es, desde luego, una cultura tradicional única, ni una religión común, ni - como hemos visto - una lengua común, ni un entendimiento unidimensional de la realidad y de la historia. Los latinoamericanos ni siquiera pertenecen a una raza común, de modo que la unanimidad de representaciones que con frecuencia se les atribuye es simplemente una fabricación cultural.
 
En 1994, a propósito de la selección de galerías que realizaba Kevin Councy para representar al país invitado (Estados Unidos) en ARCO’95, Carla Stellweg le escribió a este comisario norteamericano proponiendo la participación de su galería neoyorkina, entre los seleccionados. Según la señora Stellweg, el señor Councy respondió a su propuesta en términos que inequívocamente identificaban su galería como fuera de la órbita del arte contemporáneo propiamente dicho de los Estados Unidos, si bien la Galería Stellweg estaba entonces situada en el Soho de Nueva York. El señor Councy, persuadido sin duda por el plantel de artistas de la galería, la veía como una especie de sucursal del arte de Latinoamérica. Dos años más tarde, es decir, el año pasado, en el proceso de selección de la galerías invitadas para »Latinoamérica en ARCO« (1996), el Comité de la Feria rechazó mi inclusión de tres galerías norteamericanas en la lista final, entre las que se encontraba la Galería Carla Stellweg, aduciendo que Estados Unidos ya había tenido su oportunidad.

Me parece apropiado advertirles que el papel de la Feria de ARCO es tangencial para el tema que quiero desarrollar [ 1 ]. En este sentido, ARCO se entiende aquí simplemente como telón de fondo sobre el que se producen estos episodios relacionados con la Galería Carla Stellweg, que me sirven sólo como síntomas para ilustrar o ejemplificar la situación paradójica en la que se debate buena parte de la producción artística contemporánea de Latinoamérica.

Para ello, tendría que desvelar primero la propia naturaleza de la galería en cuestión. En efecto, los artistas que representa la Galería Carla Stellweg son de origen latinoamericano, entre estos Luis Camnitzer, Gerardo Suter, Carlos Capelán, Cisco Jiménez, Clemencia Labin, Eugenia Vargas, Milagros de la Torre, Carlos Garaicoa, Jesse Amado y Luz María Gordillo, para citar unos pocos. Algunos nacieron en los Estados Unidos, como Jesse Amado, y algunos viven en Nueva York, como Luis Camnitzer y Luz María Gordillo. Otros proceden de países latinoamericanos diferentes de aquellos en los que residen, como la chilena Eugenia Vargas, que vive en México, o el uruguayo Carlos Capelán, que después de más de 20 años en Suecia vive ahora en Costa Rica. Así pues, aparentemente, que la Galería fuera neoyorkina no era razón suficiente para incluirla entre las invitadas en el pabellón de los Estados Unidos. Que el arte de los Estados Unidos fuera el producto de la inmigración en la que se fundamenta el país no era siquiera un elemento en consideración. Aparentemente, la producción artística de los Estados Unidos y sus galerías eran parte de un territorio homogéneo en el que no podían estar representados ni siquiera un puñado de los miles de artistas latinos y latinoamericanos que trabajan en Nueva York y en Chicago, en Austin, Santa Fe, Houston, Filadelfia, Miami, Boston, Los ángeles, San Francisco, etc.

Ese mismo carácter es el que induce a la decisión discriminadora del Comité de ARCO. Para este Comité, la producción artística contemporánea de Latinoamérica es coherente, limitada y compacta. Entendida geográficamente, esta producción está también supuestamente aislada y, por lo tanto, es icontaminable, aun cuando la producción artística de Latinoamérica sea el resultado de las confrontaciones, imposiciones, asimilaciones, injertos y apropiaciones entre diferentes culturas locales y extranjeras. Para el Comité, lo que se produce fuera de ese territorio, aunque sea el producto de las actividades de quienes fueron o son sus habitantes o de los hijos de éstos, no es esencialmente »latinoamericano«.

De modo que, aparentemente, la Galería Carla Stellweg (que, de nuevo, entiendo aquí sólo como síntoma de esta paradoja existencial), relocalizada en un lugar al que »no pertenece« y desplazada del lugar que ya no la reconoce, es un ente desterritorializado, aparentemente suspendido entre el origen y el destino, entre la partida y la llegada, en perpetuo tránsito.

Ambas decisiones representan el producto de concepciones anacrónicas de la cultura y del arte y no contemplan siquiera las preocupaciones que ocupaban a la generación anterior: el proyecto económico, político y cultural de la homogeneización universalizante de la modernidad, las consecuencias del neocolonialismo, las invasiones y las guerras, la invención de la televisión, la influencia de componentes globalizantes como el catolicismo, el capitalismo y el comunismo y el inicio de la emigraciones y del turismo de masas. En todo caso, estas posiciones se reflejan en ideas periclitadas sobre la lengua, el origen común, la sangre y otras concepciones variadas de lo étnico, por un lado, y, por otro, en principios de la soberanía territorial que se remontan a los acuerdos asociados con la paz de Westfalia de 1648; premisas éstas que difícilmente se corresponden con la realidad contemporánea. Cualquiera sea el caso, la noción que comparten ambas posiciones pretende resucitar una idea isomórfica y compacta de la organización territorial, de lo étnico y de lo cultural, tanto en los Estados Unidos como en Latinoamérica.

Este tipo de actitudes imponen un cierre arbitrario sobre sus respectivos sujetos, Estados Unidos y Latinoamérica. En ambos casos, el arte que los debería representar se entiende como si estuviera fijo y estable, sin cambio, sin historia, es decir, que no es una manifestación espacio-temporal, sino espacial. Ese espacio no se concibe como construido a partir de interrelaciones, como la coexistencia simultánea de las interrelaciones sociales en todas las escalas espaciales, desde la local a la global. Además, ese espacio tampoco se entiende como un momento en la intersección de las relaciones sociales configuradas; es decir, como un espacio dinámico. Pero la realidad misma ya desvela estas posiciones como irrelevantes en el discurso cultural contemporáneo.

Una aproximación al tema de la creciente »latinización« de los Estados Unidos, por un lado, y a la creciente globalización (que algunos llaman »americanización«) de Latinoamérica, por el otro, puede mostrar fácilmente cómo las culturas de los Estados Unidos y de Latinoamérica no pueden entenderse sino como la coexistencia dinámica y simultánea de las relaciones económicas y sociales que las crean. Pero, obviamente, esta conceptualización podría aplicarse indistintamente a cualquiera de las culturas contemporáneas.

Según los censos oficiales de población realizados allí, desde 1980 hasta 1996 la población latina se duplicó, de 6.5% en 1980 a 12% en 1996, lo que equivale a decir que existen 30 millones de hispanohablantes censados en Estados Unidos, sólo unos nueve millones menos que toda la población de España. Para el año 2050, según la previsiones de la Oficina del Censo (Census Bureau), la población blanca no latina de los Estados Unidos, que en 1980 representaba 80% del total, se habrá reducido a poco más de 50% del total, considerando que la población latina se habría vuelto a duplicar, superando el 25%; que la población africanoamericana se estabilizaría alrededor de 14% y que la asiática habría triplicado su presencia en relación al casi 3% de la actualidad, es decir, 9%. En el estado de Nuevo México, la población latina ya se acerca a 40% y en Texas ya ha superado el 25%. Sólo en California, este sector de la población creció más del 70%, de 4.4 millones en 1980 a casi 8 millones en 1990, lo que supone un ascenso alucinante si consideramos que la población de todo el estado creció 25% durante el mismo período. En ciudades como San Diego y Los ángeles, superó el 70% y su influencia ha llegado a desbaratar el mapa político del estado. En noviembre pasado, en las elecciones generales en el Orange County, uno de los bastiones más conservadores y recalcitrantes de todo el país, que representaba hasta la fecha el veterano ultraconservador Robert Dorman, singularizado por su política fundamentalista antiinmigrante y antigay, eligió como diputada a una desconocida recién llegada a la política californiana, Loretta Sánchez. En Arizona, que no había votado por un presidente del Partido Demócrata desde 1948, el voto latino le dio la victoria a Clinton, como sucedió en el estado de Florida, donde los cubanos del exilio, habitualmente conservadores, cambiaron de bando [ 2 ].

Hablando de Florida, a finales del pasado verano, en la sección dominical que The New York Times dedica a »Las artes y el ocio« (Arts and Leisure), el artículo principal consideraba a Miami como El Hollywood de Latinoamérica, donde los argentinos, costarricenses, [y] mexicanos deben ir si quieren ser estrellas en sus países, destacaba el periódico neoyorkino [ 3 ].

En Miami también están los cuarteles generales corporativos de Univisión y Telemundo, las principales cadenas hispanas de los Estados Unidos. Estaciones de la televisión por cable, como el MTV Latino y Gems también transmiten desde Miami, como lo hace el programa de mayor audiencia en Latinoamérica, »Sábado Gigante«, y el talk-show de Cristina Saralegui, la Oprah hispana. Además, Sony Discos y la WEA Latina, las divisiones de música latina de las compañías discográficas más importantes del mundo, tienen sus bases de operaciones en Miami, junto a la mayoría de sus competidores, letristas, músicos de estudio y productores de los que depende esta industria. Todos ellos no sólo acaparan el mercado de consumidores de la industria de entretenimiento de Latinoamérica y del flujo creciente de turistas de habla hispana y portuguesa, sino también el mercado local, cuya población latina, cada vez más heterogénea, supera el 50% de los dos millones de habitantes del área metropolitana (si los cubanos representaban el 90% de la población hispana de Miami hace 25 años, hoy sólo son la mitad de una población que se compone también de colonias colombianas, brasileñas, venezolanas, peruanas y centroamericanas).

Con todo, no me he referido al componente chicano. Pero, para acercarme a la dimensión que tiene éste, tendría que repasar su historia a lo largo de todo el siglo, referirme a la problemática de la cultura fronteriza y al papel primordial que representa en esta dialéctica transterritorial, y ello merecería el tema de todo un ciclo de conferencias. Sería necesario considerar, para el tema que nos ocupa, que las zonas fronterizas (en las que también deberíamos incluir a los portorriqueños y dominicanos que viven entre Nueva York y sus países de origen, y a los exiliados cubanos de Miami) son espacios de criollización cultural; lugares donde se forjan identidades entrecruzadas a partir de identidades anteriormente homogéneas; zonas cuyos residentes rechazan a menudo, como apunta Norma Alarcón, la vocidad geopolítica de los límites [ 4 ]. Así, la cultura que conforma la frontera se mueve más allá de la reconstitución del espacio, porque, como explica Gloria Anzaldúa, una tierra fronteriza es un lugar vago e indeterminado creado por el residuo emocional de un límite antinatural. éste se encuentra en un estado de transición constante [ 5 ]. Un laboratorio intelectual y a la vez un territorio conceptual, como lo entiende Coco Fusco, la frontera deconstruye las oposiciones binarias [ 6 ]. Por lo tanto, la frontera es el espacio donde se produce más claramente el proceso de desterritorialización, que ocurre tanto en las realidades políticas delimitadas del llamado Primer Mundo y del llamado Tercer Mundo, como entre ellas. Sin embargo, como nos advierte Coco Fusco, las fronteras, como las diásporas, no son lugares de entremezclas imaginativas o hibridaciones felices para que las celebremos alegremente: las fronteras son también campos minados; territorios móviles de confrontación constante con las imposiciones de fijación cultural del eurocentro (entendiendo éste como la cultura hegemónica de Europa y los Estados Unidos) [ 7 ]. Las fronteras son zonas de alienación y pérdida, dolor y muerte; espacios donde se elaboran continuamente las formaciones de la violencia [ 8 ].

Aun cuando he obviado la presencia de los indígenas nativos, africanoamericanos y asiáticos, parece evidente y abundantemente incontestable no sólo que la presunta homogeneización cultural de los Estados Unidos es una fabricación disparatada, sino también que las analogías y equivalencias, a las que se reduce con demasiada frecuencia la presencia de los llamados latinos y latinoamericanos en los Estados Unidos, son igualmente quiméricas.

En lo que se refiere concretamente a Latinoamérica, a nadie se le escapa ya que no existe unanimidad en cuanto a lo que representa este término. Mientras que, por un lado, algunos parecen darle prioridad a los países donde el castellano es la lengua oficial, otros destacan la influencia ibérica; es decir, de España y Portugal. Mientras muchos críticos culturales asocian con el término tanto a las poblaciones indígenas como a los centroamericanos, caribeños, a las poblaciones desplazadas o relocalizadas en el norte, a los africanoamericanos, chicanos y sudamericanos, entre quienes se incluyen tanto a los pueblos de lengua francesa como inglesa, otros discriminan o ignoran a los países de lengua inglesa y holandesa. Cualquiera sea el caso, si los latinoamericanos tienen algo que los unifique no es, desde luego, una cultural tradicional única, ni una religión común, ni - como hemos visto - una lengua común, ni un entendimiento unidimensional de la realidad y de la historia. Los latinoamericanos ni siquiera pertenecen a una raza común, de modo que la unanimidad de representaciones que con frecuencia se les atribuye es simplemente una fabricación cultural.

Lo que parece realmente irónico, como nos recuerda Mónica Amor, es que el significante latino, acuñado en Francia para legitimar la cultura occidental mediante la tradición estética y el pensamiento grecolatinos, se emplease para definir la realidad absolutamente distinta de la América del siglo XIX. De hecho, el término Latinoamérica se usaba comúnmente antes de 1860 [ 9 ].

Según Oriana Baddeley y Valerie Fraser, se empleó por primera vez en Francia, en una época en la que, al norte del continente, los Estados Unidos reivindicaban para sí el nombre de América; los orígenes del término residen (por tanto) en la realidad histórica de la hegemonía de los europeos meridionales en Latinoamérica [ 10 ].

Mónica Amor agrega: El término se inscribe, además, en un territorio culturalmente constituido por españoles y portugueses, africanos e indígenas, en el seno de una tradición originalmente ajena a él. Reconocer sólo el elemento latino, de acuerdo con su configuración europea moderna, supone olvidar los restantes elementos de la ecuación; supone, fundamentalmente, anular el pasado precolombino y situar los orígenes del continente en el momento intervencionista del elemento europeo. El término connota, igualmente, el sometimiento de las colonias a la madre patria. No debemos olvidar que el nombre de América, es, de por sí, una alteración del nombre de Amerigo Vespucci, uno de los navegantes que acompañaron a Colón en su empresa de »descubrimiento«. El adjetivo latino favorece a la creación de una línea que, partiendo del mundo mediterráneo, permitió a Occidente reivindicar su dominio sobre los nuevos territorios [ 11 ].

Por otra parte, la heterogeneidad de las formaciones culturales de Latinoamérica es el resultado de los distintos grados de modernización que se han venido desarrollando en los diferentes países que la componen. En la mayoría de los países latinoamericanos, el 60 o 70% de la población se concentra en las áreas metropolitanas, y están conectados, como indica Néstor García Canclini, a las redes nacionales y transnacionales [lo que] significa que los contenidos, las prácticas y los ritos del pasado - incluyendo los de los campesinos que emigraron - son reordenados de acuerdo con una lógica diferente [ 12 ]. Esa lógica responde, por un lado, a los esquemas hegemónicos de las corporaciones multinacionales y transnacionales y, por otro, a la propia dinámica de »participación segmentada y diferenciada en el mercado global... de acuerdo con los códigos locales de recepción« [ 13 ]. Simultáneamente con el surgimiento de la »localización global« como estrategia de mercado implementada por las corporaciones transnacionales como Coca-Cola y Sony, particularmente durante los ochenta para evitar las fronteras nacionales e infiltrar corporaciones transnacionales como si fueran »de dentro«, Rob Wilson y Wimal Dissanayake consideran que el surgimiento de un »regionalismo crítico« como estética de resistencia de retaguardia rearticuló la identidad comunitaria para enfrentarse a las tecnologías globales de modernización o las culturas de la imagen de lo postmoderno [ 14 ].

Con todo, tanto las economías del llamado Tercer Mundo como las del Primer Mundo están subordinadas cada vez más a las fuerzas globales. Mientras el Tercer Mundo parece irremediablemente condicionado por la cultura de consumo (»Cocacolonización« o »MacDonalización«) que aparentemente lo priva de su identidad, y mercantiliza tanto lo material como lo no material (hasta el parentesco, el arte y el pensamiento), el Primer Mundo se tercermundiza, como ya hemos visto. Lo que esto significa es que en la acelerada fase actual de la globalización económica y cultural no existe una metanarrativa dominante como la entiende Lyotard, sino que contempla un continuado flujo de relaciones y conexiones (ideas, informaciones, compromisos, valores y gustos) que están mediadas por individuos móviles, señales simbólicas y simulaciones electrónicas. Pero esto no quiere decir que los conflictos no existan, sino todo lo contrario. Aunque, como dice Gómez-Peña, Los movimientos de la New Age y las aventuras tercermundistas de David Byrne y Paul Simon parecen estar diciéndonos que existe una forma gentil para salir de nuestra raza, clase y nacionalidad; que todos podemos ser amigos en el espacio seguro y neutral de la música poliétnica, los seminarios de meditación de los fines de semana, y la memorabilia »primitiva« [ 15 ].

En el argumento de Arjun Appadurai sobre la economía cultural global se identifican varios campos en los que se producen estos desarrollos: la distribución de individuos móviles (turismo, emigrantes, refugiados, etc.); la distribución de la tecnología; la distribución del capital; la distribución de la información y la distribución de las ideas y los valores políticos (por ejemplo, la libertad, la democracia, los derechos humanos). Según Appadurai, hoy, el rasgo central de la cultura global es la política del mutuo esfuerzo, de la igualdad y la diferencia para recomponerse entre sí y proclamar así el exitoso secuestro de lo triunfalmente universal y lo incorregiblemente particular, las ideas gemelas de la Ilustración [ 16 ].

Celeste Olalquiaga nos recuerda, sin embargo, que en vez de transformar la realidad en un sueño, que es lo que sucede según ella a través de los medios de comunicación dominantes en los Estados Unidos, en Latinoamérica se rearticulan los mitos norteamericanos para resolver situaciones sociales locales. Superbarrio - nos cuenta Olalquiaga - es un extraño enmascarado que surgió a partir de la ineficiencia gubernamental en el manejo del terremoto de 1985 que destruyó vastas áreas de la Ciudad de México. [...] Mientras que en los Estados Unidos los superhéroes como Superman y Batman hacen poco más que promover productos de consumo y reforzar la ideología nacional de los buenos contra los malos, en la Ciudad de México, la apropiación popular del superhéroe ha sustituido el consumo ocioso por la necesidad de productos básicos y la narrativa esquemática por una lucha callejera en favor de los derechos básicos de los pobres: »Nuestros enemigos no son imaginarios sino reales«, dice Superbarrio. Consistente con el poder popular que hace posible su existencia, Superbarrio mantiene su máscara sobre la base de que le permite la identidad colectiva [ 17 ].

Podríamos continuar aquí con una relación de ejemplos de particularización similares o paralelos en otras ciudades de Chile o de Brasil. Pero lo que habría que subrayar una vez más es que no podemos seguir refiriéndonos a Latinoamérica como un espacio »confinado«, prisionero de un proceso de representación esencializante - lo que Appadurai califica como congelamiento metonímico [ 18 ] - en el que un aspecto de la vida de un pueblo viene a ejemplificarse o a pasar por el de su totalidad, constituyendo su nicho teórico en una taxonomía antropológica. Porque no sólo es que no exista una Latinoamérica única sino que tampoco existe un Brasil unidimensional, una Cuba monolítica o una Colombia homogénea. El ejemplo del antiguo presidente argentino Raúl Alfonsín sería suficiente para ilustrar este punto: México abrió las puertas del Tratado de Libre Comercio (TLC) hace tres años, para marchar hacia el norte, y se encontró con su propio rostro oculto en Chiapas, para descubrir que la política tenía que volcarse hacia adentro y en la transformación radical de sus instituciones [ 19 ].

Así pues, con ambos puntos, de origen y destino, de salida y llegada, en constante flujo cultural, la búsqueda de puntos estables de referencia - que es, después de todo, lo que posibilita cualquier reflexión o elección crítica - es cada vez más difícil. Es en esta atmósfera, precisamente, donde la intervención de la tradición, de la etnicidad, del parentesco y de otros marcadores de la identidad pueden convertirse - como advierte Appadurai - en deslizantes, mientras la búsqueda de la certeza es constantemente frustrada por la fluidez de las comunicaciones transnacionales [ 20 ].

Mientras el pasado de los pueblos y los grupos se transforma aceleradamente en artefactos de museo, exposiciones y colecciones, tanto en espectáculos nacionales como internacionales, la cultura y el arte devienen menos en un dominio de prácticas y disposiciones reproducible y más en un territorio de elección y prácticas conscientes, de representaciones destinadas, cada vez con mayor frecuencia, a una audiencia múltiple y heterogénea, deslocalizada y transitoria.

En definitiva, como Mari Carmen Ramírez explicaba recientemente al Boletín Arco Latino, A nosotros - es decir, a los latinoamericanos - es a quien nos toca realmente redefinir esas prácticas; nos corresponde, además, dar a conocer ese capital cultural que tenemos en nuestras manos. Por otro lado - dice en otro momento Ramírez - creo que hay que tener mucho cuidado, tanto con el mainstream como con las propuestas de la postmodernidad que evaden reconocer lo que realmente impera; es decir, las estructuras económicas y de poder. Y luego continúa: Creo que la única manera en que el arte latinoamericano, con el que estoy completamente comprometida, podrá alcanzar un nivel de legitimación, tanto dentro de las instituciones artísticas como dentro de los circuitos internacionales, será a través de propuestas paradigmáticas apoyadas en la investigación. Y, finalmente, nos sugiere que A todos los que venimos de áreas marginales, que estamos tratando de hacer nuestro capital cultural, nos será más fácil penetrar en el centro del poder siempre y cuando lo hagamos a través de la diferencia y la identidad. Y luego precisa: Enfaticemos que la identidad se ha insinuado como un recurso para llegar al poder. Más allá de eso, no define nada [ 21 ].


Notas

1. A fin de despejar cualquier clase de especulación al respecto, es necesario que aclare que la dirección de ARCO ha sido ajena a estas decisiones particulares. Después de todo, ARCO propició el ciclo de conferencias en el que participaron, entre otros, desde Mari Carmen Ramírez (Austin) y Susana Torruella Leval (Nueva York) hasta Marcelo Pacheco (Buenos Aires), Gerardo Mosquera (La Habana), Cuauhtémoc Medina (México) y Paulo Herkenhoff (Rio de Janeiro). Además, me gustaría mencionar que es sin duda lamentable que haya sido una feria de arte la que haya tomado la iniciativa para considerar y poner al día en España las propuestas y problemáticas del arte contemporáneo de Latinoamérica. También me gustaría subrayar que - a excepción de individuos como Vicente Todoli, José Miguel Ullán y Fernando Castro Flores, de la Galería ángel Romero, de instituciones como el Centro Atlántico de Arte Moderno de Las Palmas, de su publicación, Atlántica, y, más recientemente, del MEIAC de Badajoz - en el discurso artístico de la España democrática se ha ignorado completamente la creación de los artistas contemporáneos de América Latina, que son hoy lugar común en Londres y en Berlín, en Graz y en Nueva York, en Copenhague y en Milán.

2. B. Drummond Ayres Jr., The Expanding Hispanic vote..., Nueva York: The New York Times, noviembre 10, 1996, cubierta y p. 21.

3. Lartry Rohter, Miami, the Hollywood of Latin America, en la sección Arts and Leisure, Nueva York: The New York Times, agosto 18, 1996, p. 1.

4. Norma Alarcón, »Anzaldúa’s Frontera: Inscribing Gynetics«, en Displacements, Diaspora and Geographies of Identity, Durham y Londres: Duke University Press, 1996, pp. 41-50.

5. Gloria Anzaldúa, Borderlands/La Frontera: The New Mestiza, San Francisco: Spinters/Aunt Lute Foundation, 1987, pp. 2-3.

6. Coco Fusco, »The Border Art Workshop/Taller de Arte Fronterizo, Interview with Guillermo Gómez-Peña and Emily Hicks«, en Third Text 7, Londres, pp. 53-76.

7. Fusco, Ibid.

8. Alarcón, Ibid.

9. Mónica Amor, »El paraíso revisitado«, Atlántica 15, Las Palmas de Gran Canaria: Centro Atlántico de Arte Moderno, 1996, pp. 48-53.

10. Oriana Baddeley y Valerie Fraser, Drawing the Line. Art and Cultural Identity in Latin American Art, Londres: Verso, 1989, p. 1.

11. Amor, Ibid.

12. Néstor García Canclini, »Cultural Reconversion«(Trad. Hoffy Staver), en On Edge: The Crisis of Latin American Culture, ed. de George Yudiss, Jean Franco y Juan Fieres, Minneápolis y Londres: University of Minnesota Press, 1992, pp. 29-43

13. George Yudice, »Postmodernism and Transnational Capitalism«, en On Edge, pp. 1-28.

14. Rob Wilson y Wimal Dissanayake, »Introduction: Tracking the Global/Local«, en Global/Local. Cultural Production and the Transnational Imaginary, Durham y Londres: Duke University, 1996, p. 4.

15. Guillermo Gómez-Peña, The New World Border, San Francisco: City Lights, 1996, p. 10.

16. Arjun Appadurai, »Disjuncture and Difference in the Global Cultural Economy«, en Colonial Discourse and Post-Colonial Theory, ed. Patrick Williams y Laura Chrisman, Nueva York: Columbia University Press, 1994, pp. 324-339.

17. Celeste Olalquiaga, Megalopolis. Contemporary Cultural Sensibilities, Minneápolis y Oxford: University of Minnesota Press, 1992, p. 87.

18. Appadurai, Ibid.

19. Raúl Alfonsín, »Las dos caras de la globalización«, El Mundo, Madrid, 8 de febrero, 1997, pp. 4. 20. Appadurai, Ibid.

21. Víctor Zamudio Taylor. Entrevista con Mari Carmen Ramírez. Boletines de ARCO, Madrid, de próxima aparición.


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