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Rachel Weiss:    Sexta Bienal de La Habana ( III )
Al igual que sucede con cualquier exhibición gigante, es difícil juzgar la Bienal en su totalidad. El nivel general de las obras fue probablemente un poco más flojo que en 1994, especialmente con respecto a las cubanas, que tradicionalmente han dominado la exposición. En esta categoría, la primera obra en la exhibición de este año era de Kcho, sin lugar a dudas la estrella del momento en La Habana (habiendo ganado varios premios internacionales y vendido totalmente las obras de su primera exposición en la Galería Bárbara Gladstone). Siendo una variación del tema ya familiar del artista, quien utiliza trozos de botes para referirse al éxodo de Cuba en años recientes, estas obras repetían el lenguaje simbólico, material y espacial de gran parte de su trabajo anterior; tal vez el elemento más nuevo era la fila de gente ansiosa por tomarse fotos con el artista, teniendo como fondo su obra. Si la política de la obra de Kcho pareció atenuada, no ocurrió lo mismo con la instalación de Lázaro Saavedra, quien presentó un campo de lápidas sin grabar ordenadas frente a un muro de piedra con huellas profundas dejadas por innumerables balas; esta obra recordaba no solamente la larga lucha por la independencia de Cuba, sino también los años inmediatamente posteriores a 1959, cuando la fortaleza La Cabaña (sitio de la Bienal) era comandada por el entonces recientemente victorioso Che Guevara, cuyos »tribunales revolucionarios« terminaban con ejecuciones, exactamente en el lugar en donde Saavedra colocó su obra. Entre los participantes cubanos estuvieron también René Francisco Rodríguez y Carlos Estévez, quienes presentaron densas instalaciones del tamaño de las salas. El taller de reparaciones, de Rodríguez, con menos repuestos que nunca, era una mordaz reflexión sobre las realidades materiales de la vida en Cuba, mientras que la de Estévez, Donde sueña el Demiurgo, interesada también en la textura de la vida diaria en La Habana, acumuló decenas de marionetas, dibujos y citas del arte cubano de los ochenta.

Kcho



Lázaro Saavedra
 
Había otras obras excepcionales. La espectacular instalación de Reamillo y Juliet (Filipinas, 1964 y Gran Bretaña, 1966), titulada Jesús y los jeeps: Dios bendiga Nuestro viaje, ocupaba un salón de la Casa de Asia, logrando un gran efecto con un viejo jeep decorado, en forma rebuscada, con plástico y adornos electrónicos, en cuya cabina estaba permanentemente encendido un juego de video. La afirmación que el artista hace en el catálogo es una fuerte denuncia de la globalización del capitalismo occidental y de los cancerígenos efectos de la cultura de consumo - la cual »alcanzó una malignidad extrema en la periferia del Tercer Mundo«. Afortunadamente, la retórica de la obra se contrarrestaba con una estética más flexible que incorporaba fuertes elementos de ironía a su vocabulario; en contraste con lo recargado y exagerado del tratamiento del jeep, una columna de recortes de papel en forma de pistola flotaban sobre una cuerda, proyectando extrañas y hermosas sombras de aves. En la sala contigua, la instalación Borrado y recuerdo, de Alfredo Juan Aquilizan (Filipinas, 1962), era una sombría contraparte de la exuberancia del jeep; en un espacio casi totalmente oscurecido, miles de cepillos de dientes usados habían sido colocados cuidadosamente sobre una ruinosa y suave alfombra. Aunque impresionante en términos visuales, el verdadero interés de la obra radica en el proceso en el que se había comprometido el artista: durante varios meses, Aquilizan había ido reuniendo personalmente los cepillos en un pequeño pueblo de Filipinas. Para él, el punto clave de la pieza fue el proceso de esa recolección, el cual lo obligó a pasar un tiempo familiarizándose con la gente. Su idea original era reunir también un grupo paralelo de cepillos de dientes en La Habana, y mezclarlos con los otros está cansado de lo provinciano de la »identidad« de la cultura. Sin embargo, esto no fue posible, tal vez porque en Cuba no estaba lista una provisión de cepillos de dientes usados, o porque no tuvo tiempo de ver cómo hacía para reunirlos.



Reamillo y Juliet
 
A primera vista, la obra de Laura Anderson (México 1958), Epítome o modo fácil de aprender el idioma náhuatl, era solo otro monumento artístico al maíz, »ingrediente esencial de las Américas«, pero al inspeccionarla más de cerca, los granos de maíz resultaban ser dientes humanos - miles de ellos - que transformaban inmediatamente el trabajo en un réquiem por el violento proceso del continente a través de los siglos, desde la Conquista, y sus incontables víctimas. Las mazorcas estaban colocadas sobre stands de bambú, lo cual recordaba la forma como los aztecas exhibían en las plazas públicas los trofeos de guerra.

De hecho, para muchos de los artistas latinoamericanos la memoria, el tema de la Bienal, provocaba referencias de vidas perdidas, cuerpos mutilados, y otros restos de violencia. En paneles exquisitamente bordados, las series de Pablo van Wong (Colombia,1957), tituladas Obrepción con decoración, reproducían imágenes de cadáveres, funerales, etc., tomadas de periódicos; la exuberancia de sus colores y superficies embellecían las siniestras imágenes, ahondando el sentido de violencia. Sobre los marcos había cajas poco profundas que contenían hileras de carretes de hilo, arregladas como si fueran condecoraciones militares.



Laura Anderson
 
Durante más de una década, la mortalidad y la enfermedad han sido temas ubicuos en el arte contemporáneo, tanto en los centros postindustriales como en los »pequeños circuitos« de la periferia, que se ven igualmente afectados por las epidemias y crisis de identidad que plagan nuestra era. En la dramática obra (Sin título) de Suzann Victor (Singapur), el marco de una vieja cama metálica se cierne desde lo alto sobre el piso, cubierto con una enorme cobija tejida con miles de pequeños cuadrados de vidrio, manchados de gotas de sangre. El Retorno de lo olvidado, del peruano Roberto Huarcaya (1959), envolvía una escalera en espiral con enormes y asombrosas fotografías de caras de personas, desde infantes hasta ancianos, vivos y muertos.

Suzann Victor
 
Si bien las ideas de »Tercer Mundo« y »periferia« que fueron claves al comienzo de la Bienal han cambiado ahora enormemente, muchas de las obras presentadas en La Habana todavía no se podían confundir con las ricas producciones de los centros del mercado artístico. Como en el pasado, había una dependencia material de lo usado, lo descartado, lo reciclable, que hacía que las obras resultantes tuvieran una pátina que proclamaba su origen inmediato. Entre éstas se encontraba la extensa instalación de Romuald Hazoumé (Benin, 1962), elaborada completamente con objetos plásticos que habían sido arrastrados por el mar hasta la playa. En sus manos, viejos recipientes de detergentes se convirtieron en máscaras africanas postmodernistas, y un largo muro de piedra cubierto de hileras de sandalias plásticas de playa se convirtió en una galería de retratos sugestivamente genérica. No lejos de allí, otra instalación sensiblemente austera hecha por el joven sudafricano Moshekwa Langwa (1975), consistía en piedras regadas sobre el viejo piso de piedra y charcos de leche (el segundo día ya se percibía en el salón un dulzón olor a podrido), iluminados a intervalos caprichosos por un par de luces estroboscópicas. La leche, que formaba pozos sobre la superficie desigual del piso, se convertía en un mapa topográfico de facto de éste, similar a otra obra de Langwa, consistente en una maraña de hilos casi invisibles, colocada en el piso, la cual parecía trazar un vago mapa ocasionalmente demarcado con el nombre de algún lugar escrito con tiza. La propia explicación que da Langwa de su obra, de la cual dice que hacía referencia a la resolución de dilemas de identidad, no arrojó muchas luces sobre las misteriosas alusiones de la obra (el título de la primera pieza era »La permanente y desarreglada imagen«), pero, de todos modos, ésta tenía un aura potente y espontánea. El cuarto del rescate, del peruano Eduardo Tokeshi, a pesar de estar hecha también con materiales recuperados del mar (incluyendo sandalias de playa), logró esplendor mediante su meticulosa elaboración y elegancia.


Romuald Hazoumé

Eduardo Tokeshi

 
Carlos Garaicoa (Cuba, 1967) presentó dos »jardines«, uno japonés y otro cubano; el primero consistía en una extensión tradicional de gravilla rastrillada entremezclada con trozos de ornamentos arquitectónicos que se han caído de edificios desmoronados de La Habana, continuando así el irónico tratamiento del artista de la idealización de su país en proceso de deterioro. El segundo, el jardín »cubano«, tomó la forma de un happening en un lote desocupado en el que había basura esparcida, y donde Garaicoa invitó al público. Mientras nos tomábamos unos tragos y conversábamos, nos dimos cuenta de que pequeños detalles del paisaje - el oxidado chasís de un automóvil, por ejemplo - habían sido conmemorados en fotografías insertadas en los muros de concreto que rodeaban el lote, como réplicas »virtuales« del destruido lugar. Era un comentario mordaz, especialmente en vista de las extensas renovaciones que se están llevando a cabo en el barrio histórico de La Habana por cuenta de inversionistas internacionales ansiosos por abrir boutiques y cafés para captar las crecientes multitudes de turistas (el jardín de Garaicoa no estaba muy lejos del nuevo almacén de Bennetton).


Carlos Garaicoa
 
No obstante, no todas las obras de la Bienal de La Habana emplearon una estética tan pobre, y en particular, la fotografía fue un lenguaje recurrente en la exposición. Photo Respirations, una lustrosa serie de obras de Tokihiro Sato (Japón, 1957), estaba compuesta de retratos de lugares aislados de La Habana, ampliados hasta lograr enormes paneles translúcidos. Usando exposiciones de tiempo, Sato capturó destellos de luz dispersa a través del marco, con una pequeña linterna y un espejo; a pesar de que en las imágenes no hay personas, los pequeños destellos de luz parecían convertirse en una población fantasma. Aunque utilizó la misma técnica que en Tokio connota el ritmo ciclónico del desarrollo de esa ciudad, las imágenes de Sato captadas en La Habana parecían seguir un derrotero opuesto. Marta María Pérez (Cuba) abrió una sensacional exposición (a la par con la Bienal) de nuevas obras que son continuación de su exploración de las creencias populares, y en las que empleó el formato de los autorretratos fotográficos. Otros trabajos fotográficos sólidos (que cubrieron un amplio espectro de costumbres del medio) fueron los de Álvaro Zinno (Uruguay, 1958), Tatiana Parcero (México, 1967), Víctor Robledo (Colombia, 1949), Juan Enrique Bedoya (Perú, 1966) y Martín Weber (Argentina).

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Tokihiro Sato


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