América Gerardo Mosquera Ensayo curatorial para el catálogo Quizás en ningún otro momento en la historia se ha pintado más que ahora, y al mismo tiempo la pintura nunca ha tenido menos peso en los circuitos de legitimación del arte. La caída de la pintura tiene que ver con el auge del video, la instalación, el performance, la fotografía y otras manifestaciones artísticas, conjuntamente con la consolidación de una suerte de lenguaje internacional derivado en buena medida de las poéticas del conceptualismo y el minimalismo. Por los años treinta ya se había fraguado una suerte de lengua del modernismo como resultado de un paradójico ensamblaje de las diferentes rupturas hechas por las vanguardias históricas, a menudo contradictorias entre si. Había quedado establecido un stock de recursos provenientes de las distintas tendencias, que los artistas usaban, combinaban o transformaban a su arbitrio. Con la irrupción del pop, el nuevo performance, el minimal, el conceptualismo, y demás orientaciones que han sido llamadas postmodernas se produjo de nuevo una ruptura. Pero en los noventa ha quedado ya instituido un »lenguaje internacional« del arte, que prevalece en la llamada escena internacional, aunque su acuñación en cuanto código dominante niega de facto la perspectiva pluralista de la postmodernidad. Es un lenguaje de los »post«, prefijo que refiere a una práctica libre, ecléctica, nada ortodoxa del minimalismo y el conceptualismo. Se basa en la idea de instalar componentes significantes diversos - que pueden ir de monitores, objetos e imágenes apropiadas a sonidos y seres vivos -, interrelacionados en un espacio. Por cierto, la pintura misma puede ser uno de estos componentes. Las poéticas minimal y conceptual se han difuminado de su fundamentalismo de origen para penetrar diversas prácticas del arte. Han tenido más relevancia como elementos estructuradores de obras de diversa índole que como »tendencias« artísticas en sí mismas. Hoy determinan en buena medida el lenguaje de numerosas obras, su discurso, la manera en que aquéllas son desplegadas y exhibidas, y aún el diseño mismo del espacio y ambiente de exposición en forma de una caja blanca minimalista. Esto ocurre aunque a veces no se note una apariencia minimal o conceptual »clásica«. Prevalecen el peso de la idea, el sentido analítico, la repetición, la »frialdad« presentacional, la activación del espacio, la apropiación, la concentración, etc. Estos recursos y modos, usados en muy diversas dosis y combinaciones, se han ido fijando a la manera de un lenguaje. En el caso extremo, aparece la figura del artista internacional de la instalación, nómada postmoderno que se desplaza de una exhibición internacional a otra, llevando en su maleta los elementos de la futura obra o las herramientas para hacerla in situ. Esta figura, alegórica de los procesos de globalización, representa una ruptura clave con la figura del artista-artesano. Esta última se asocia con el pintor y escultor tradicionales, vinculados con un taller - donde realizan sus obras para ser exportadas -, y, más allá, con un locus y sus genios y demonios contextuales. El artista se exporta ahora a sí mismo, deviniendo un transeúnte cosmopolita que condensa procesos globales. Su manera de trabajar se aproxima más a la del hombre de negocios o el ingeniero, que viajan constantemente para atender proyectos específicos. El taller, ese lugar vulcánico ancestralmente vinculado con el artista, queda más como laboratorio de proyecto y diseño que de producción. Se quiebra así el vínculo físico demiurgo-taller-obra, que los asociaba en un espacio fijado. Este tipo de obra y metodología están en relación genética con el lenguaje minimal-conceptual internacional, no con la línea histórica de la pintura. Con ellas se facilita y abarata notablemente un tipo de circulación basada en las bienales, las muestras temáticas y otras formas de exhibición colectiva »global«. La reaparición de la pintura-pintura en los circuitos mainstream a inicios de los años ochenta no condujo, en general, a una escena más pluralizada en relación con las morfologías del arte. Por el contrario, la fuerte pulsación de mercado que se hizo en aquel momento de auge económico generó sospechas acerca de la pintura en sí. Ver la pintura como objeto fatalmente sunturario retrotraía a las viejas ideas de John Berger con respecto al surgimiento del cuadro como objeto adecuado al mercado capitalista. Fue precisamente tras aquel breve boom pictórico que, en la siguiente década, se consolidaron los procesos a que he hecho referencia. En realidad, la plástica desarrolló la capacidad de producir objetos auráticos coleccionables e hipervalorados, aptos para funcionar como rubros de inversión, prestigio y de lavado de dinero, destinados al coleccionismo y el museo. Y esta cualidad ha hecho que cualquier producción resulte comercializable, aún los pedazos de fieltro de Joseph Beuys. Un proceso histórico diferente al de la música, la literatura o el teatro llevó a la plástica a minimizarse como comunicación social en un mundo de los medios masivos y la publicidad, para maximizarse como objeto portador de valor fetichizado, traducido en valor económico. En una contradicción con la época, enfatiza el artefacto, aunque éste se haya desmaterializado - pero siempre dejando algún soporte o evidencia físicos -, en detrimento de la difusión del mensaje. Ahora bien, el valor de este artefacto no es intrínseco a su materialidad ni a su sofisticación técnica, sino construido dentro de un campo de relaciones. Cercar esta pequeña parcela propia para cultivar el ancestral y cada vez más raro hand made tal vez haya sido el único modo para el arte de no disolverse en la cultura de masas. Su astucia fue hiperbolizar el aura »en la época de la reproducción técnica«, lo que equivaldría a autolimitar sus posibilidades de comunicación. Cambió así incomunicación social por exclusividad aurática, y mercado barato masivo por mercado caro de élite. Ahora bien, ocurre que la pintura posee un más amplio espectro comercial que, por ejemplo, unas moscas dentro de una caja de cristal. Una enorme cantidad de la producción pictórica actual responde a mercados »mid-brow«, relacionados con las aptitudes decorativas del cuadro, con el exhibicionismo del oficio, o con la construcción y reproducción de imaginarios locales, basadas en la funcionalidad iconográfica, simbólica y narrativa de la pintura. Esto condiciona un sector de la producción más interesado en la redundancia que en la construcción de sentido, a menudo epigonalmente modernista. Tal inclinación se ve facilitada por la dificultad de »decir algo nuevo« en una manifestación de tan larga trayectoria, en especial después de las experimentaciones modernas. Por el lado opuesto, existe un público »high-brow«, quizás tradicionista con respecto a las inclinaciones maistream internacionales, que continúa jerarquizando al máximo las capacidades artísticas de esta manifestación. Proclamar la muerte de la pintura ha sido una obsesión del arte moderno que ha llegado hasta nuestros días. Y es quizás un histerismo suicida de la pintura misma, que se afana por morir y »muere porque no muere«, según diría el poeta. En realidad, varios artistas importantes de hoy son pintores. Incluso alguno, como Gerhard Richter, está entre los artísticamente más radicales. Los tres pintores seleccionados aquí por el continente americano se caracterizan por poseer una formación pictórica ortodoxa, un gran métier, y por practicar la pintura como centro de sus obras, no a manera de componente ancilar. Al mismo tiempo, desbordan la pintura hacia desarrollos no canónicos, hasta ponerla en una tensión que renueva su potencia significante. Sus discursos refieren a la pintura como representación, desconstruyendo sus significados sociales, culturales y lingüísticos. Sus cuadros vienen a ser una autodesconstrucción de la pintura. Pero estas obras no son valiosas sólo porque sean autocríticas, lo que reforzaría la condena generalizada de la pintura. Lo son también gracias a los poderes representacionales de la pintura, que hacen posible elaborar nuevos sentidos más allá de la autodescontrucción. Arturo Duclós resulta paradigmático en este sentido. Sus cuadros hiperbolizan las capacidades de simbolizar y representar de la pintura hasta el extremo de ponerlas en cortocircuito. Su obra es una suerte de inventario de íconos, símbolos, divisas textuales y representaciones tomados de lugares y épocas muy diferentes. La manera de reproducirlos parece responder a una voluntad analítica, taxonómica. Pero se trata de un orden otro, que subvierte los sistemas dentro de los cuales y para los cuales estos signos fueron creados. Duclós los descontextualiza, los mezcla, los pulsa dentro de una nueva y enigmática construcción simbólica. Como en la »enciclopedia china« de Borges, los sistemas de clasificación responden a una lógica diferente, que cuestiona nuestro conocimiento y, más allá, la estabilidad de toda significación. El chileno integra la orientación hacia la apropiación y resignificación de imágenes que se afianzó en la década del 80. Pero al revés de Barbara Kruger, Richard Prince y la mayoría de artistas típicos de esta tendencia, se ha valido de la pintura en vez del material ya listo en la fotografía, los medios de difusión masiva y la historia del arte. La pintura le ha permitido tanto una apropiación como una reelaboración diríamos artesanal de las imágenes apropiadas. Esto le ha facilitado reforzar una dimensión constructiva más allá de la desconstrucción de base. Su obra nos impacta como estructuración sistemática de nuevos discursos, discursos que nos inquietan. Su misterio desestabilizante viene de trasgredir nuestras expectativas de recepción, y aún nuestras convicciones. Gracias al poder visual de la pintura, estos cuadros desentrañan la arbitrariedad de la representación. Se trata quizás de la obra plástica más directamente vinculada con la dimensión crítica traída por el postestructuralismo. Aunque el valor de su trabajo no ha sido reconocido como amerita, Beatriz González es sin duda una artista mayor del continente americano. Desde mediados de los años 60 su obra ha sido un ejercicio de mutaciones que ha potenciado la pintura en busca de abordar críticamente las complejidades sociales, culturales e históricas de Colombia y, en general, de América Latina. Estamos ante un ejemplo de cómo la fragmentación, los contrastes, hibridaciones y polisemias propias del continente han inclinado al arte hacia respuestas problematizadoras, de intrincada multiplicidad. La pintura de González es como una zona fronteriza donde dialogan una diversidad de referencias y elementos diversos: cultura vernácula, historia del arte, política, violencia social, cultura de masas... La artista ha explorado con desembarazo las posibilidades de desplazamiento de la pintura, pero siempre lo ha hecho desde la pintura. Ha pintado sobre muebles y enseres de uso cotidiano, creando objetos irónicos, donde la imagen pintada transforma el objeto dentro de una nueva dimensión significante. Estas obras acometieron una suerte de carnavalización de los íconos del arte occidental y de figuras históricas latinoamericanas. Digo carnavalización en el sentido bajtiniano, como una crítica antiaristocrática desde la cultura popular, de la cual González ha tomado muchos de sus elementos. Con espíritu pop, ella desmitificaba el aura de las obras maestras »primitivizándolas« y pintándolas sobre enseres banales relacionados con sus temas. Este tipo de piezas asumía al absurdo la »antropofagia« de la producción de los centros como característica del arte latinoamericano. En lugar de emplear la apropiación como metodología, la ponía en escena, hiperbolizando la provincialización del canon. La artista hasta ha llevado la pintura al performance, copiando laboriosamente en formatos enormes algunas obras maestras del arte. En un caso escribió un diario de esta experiencia; en otro vendió el cuadro al menudeo, cortándolo por centímetros cuadrados en la galería. La pieza principal que presentamos en este salón resulta paradigmática de todos estos trasvases. Se basa en una foto de un presidente colombiano de triste recordación, rodeado de otras figuras del gobierno de entonces. González realizó un pintura grotesca a partir de la foto, y la hizo imprimir industrialmente en tela de cortina, para que la gente pudiera usarla como tal. Fue un gesto de contestación política mediante una suerte de transterritorialización de la pintura al campo del diseño de interiores. Emplear como decoración una imagen de comentario social candente, pintar para reproducir en serie en un producto banal, desconstruir la imaginería oficial mediante el lenguaje pop y el expresionismo, son algunos elementos que caracterizan muy bien los entrecruzamientos que desencadena González, tanto como la multidimensionalidad de su crítica social y cultural. Si la pintora colombiana desplaza la pintura hacia el objeto apropiado y aún la producción industrial, Adriana Varejao la lleva hacia la instalación. Dado el auge actual de esta metodología, a menudo se ven pintores que tratan de convertir sus cuadros en instalaciones mediante la adición de objetos y otros elementos. El resultado es casi siempre patético. Con la brasileña ocurre el proceso inverso: la instalación brota directamente de la pintura, porque su propio discurso así lo requiere. Este discurso lleva a un tono alto esa poética existencial hacia donde se inclina la plástica actual en Brasil, sobre todo entre los artistas de Río de Janeiro. Pero en su contexto Varejao se halla un tanto a contracorriente, al retomar la tradición barroca brasileña - que incluso modeló allí la arquitectura moderna, en un extraño cruce entre Le Corbusier y el Aleijadinho - en un ambiente donde predomina el minimalismo (bien que en cierto modo también »barroquizado«). La pintora es además uno de los pocos artistas brasileños actuales que emplea a las claras referentes históricos y de la tradición cultural. Sin embargo, sus fines no son primordialmente narrativos. En vez de usar las propiedades miméticas de la pintura con el fin de representar, Varejao las convierte en sujeto mismo de la pintura. Su obra, sean cuadros o instalaciones, y aun cuando refiera a temas exteriores o posea una fuerte vibración subjetiva, es también acerca de la pintura misma. Pero si Duclós sistematiza la desestabilización y resignificación de los signos, la brasileña juega con la pintura desde un sensualismo emocional. Todo esto produce simultáneamente una disección y una apoteosis de la pintura. Su obra, como la de González, es una encrucijada de referencias, procesos y sentidos, que se despliega al máximo en sus grandes instalaciones escenográficas. El aspecto más impactante es quizás el protagonismo de la pintura tanto para representarse a sí misma como para complejizar el »lenguaje internacional« contemporáneo al que hacía referencia al principio. Gerardo Mosquera - datos biográficos |
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