Raúl Cordero. La manipulación de la imagen

Por José Manuel Noceda

»Each work is a witness; the conscious recognition of the simultaneous state of a moment filled with longing, anxiety, curiosty, fear, death, the remembrance of every pertinent impetus nameable and unnameable. Friends living and dead, friends I used to know. The desillusionment with their loss. The remembrance of the circumstances surrounding our split«.   Julian Schnabel

Raúl Cordero legitima progresivamente una poética peculiar dentro del contexto artístico local. Su incursión en proyectos experimentales de diseño -con el grupo Cau & Co.- unido a una sana paciencia y parsimonia lo han convertido en un raro espécimen, algo así como un Robinson contemporáneo, en discreta asintonía con los discursos y formulaciones ideo-estéticas más socorridos de la visualidad insular. Y no es que se aleje sustancialmente de las directrices priorizadas por el »caso cubano«, sino que, en cierta medida, Raúl desecha la obviedad, escoge asuntos aferrados a la intimidad y se adentra en disquisiciones provocadoras mediatizadas por el entorno afectivo.

Desde 1992, con EL límite de la nada y algunos ángeles, Cordero, perfiló los cimientos fundamentales de su trabajo, al asumir una postura que como él mismo argumenta »...ha tenido como centro al individuo y los registros que este va dejando con su cuerpo en el mundo, así como todas las estrategias de cuidado corporal encaminadas a la trascendencia«. La morfología apropiativa y manipuladora puesta en escena desde entonces por Raúl suspendió amenazadoramente sobre su cabeza los fantasmas de Gustavo Acosta y Arturo Cuenca, influencias lógicas de expedientes coterráneos puntuales, pero trenzó, además, una comunión de intereses con las propuestas de un Gerhard Richter o Sigmar Polke.

La poética de Raúl descansa en la recuperación desacralizadora de la memoria y del pasado -que todo lo devora, como dijera Cortázar-. A través de los vestigios dejados por la fotografía familiar o personal se reconstruyen y deconstruyen los relatos alrededor del documento, enfatizando en la relatividad de las lecturas posibles generadas por este. Pongo énfasis en la reconstrucción, pues no estamos ante un simple acato de la prédica derridiana. Cordero »juega« con la historia, valida la potestad de armar una nueva narración, enriquecer un suceso recogido por la lente.

Parte de esta arqueología selectiva irrumpe en la privacidad de los álbumes familiares, saca a la luz retratos de su padre con amigos, secuencias del propio artista con sus allegados o en su defecto aparenta reproducir el basamento documental desde la óptica de la remembranza. Este arsenal instrumental es traspuesto al campo de la pintura por intermedio de una simulación de medios expresivos, que compromete en todo momento el encuadre fotográfico, la "invención" de la pose, la manipulación de la pose mundana o callejera, el acto histriónico dentro de la tela.

La huella fijada por el transcurso temporal queda objetivizada al intervenir la imagen con la aplicación del difuminado. Este recurso vuelve borrosos los contornos de las figuras y los objetos, dando la sensación de observar una »memoria esfumada«, para utilizar una metáfora del peruano Fernando Castro, donde la dicotomía espacio-tiempo pertenece a la impiedad del olvido, a la inmaterialidad del recuerdo, a la inefable transitoriedad de la existencia.

Las creaciones de Cordero desmontan el andamiaje retórico y absolutizador contenido en cada imagen, oponen metarrelatos actualizadores a las interpretaciones »congeladas« por la evocación y la añoranza; ellas abren las compuertas a una interpretabilidad múltiple y diacrónica tributaria del sujeto emisor del relato. De ahí que, frecuentemente, sus obras insinúen apreciaciones divergentes sobre un hecho común, una situación compartida y después relatada desde las perspectivas y las historias personales de los involucrados en aquel instante preservado.

Cordero tipifica muy bien las nuevas relaciones entre la fotografía y la pintura. Acorde con la era de la tecnología, con la antesala de una sociedad »espacial« -telemática, ha dicho Baudrillard- dominada por el poder de los medios, la quiebra de las teorías promulgadoras de un discurso lineal sobre la historia y la crisis del sujeto, la fotografía ha ensanchado considerablemente sus funciones y horizontes. La imagen fotográfica dejó de constituir sólo un mero documento de la realidad de pretensión autónoma avasalladora, para devenir de hecho un medio contaminado y contaminante, hibridado con otras disciplinas del arte.

Del Pop Art a nuestros días el rol preponderante de la fotografía se expande al prestarse para móviles disímiles, al servir muy bien como apoyatura documental, como basamento iconográfico en los fotocollages o las instalaciones o simplemente, como modelo a las pinturas "fotográficas" citadas por Honnef. Así, Andy Warhol -con sus Marilyn Monroe, por ejemplo-, Richter o Polke realizaron cuadros inspirados en la fotografía. En el caso de Richter, esta posibilidad de trabajo fue elevada al rango de la metodología procesual. El interés por la cualidad ambivalente de la fotografía en tanto fragmento de la realidad lo llevó a concebir obras que no encubren su deuda con el producto salido de la cámara pero que, al unísono, son portadoras de una dimensión otra, dotando a sus imágenes »fuera de foco« de una autonomía ilimitada.

Como Richter, Cordero también participa del deslumbramiento ante las posibilidades contenidas en la fotografía, parte de ella. Cordero practica la fotografía y la pintura simultáneamente, de ahí que la convergencia de universos visuales diferentes cuaje aquí con naturalidad. El procedimiento empleado podría ser quizás similar en cuanto a ejecutoria con el método hiperrealista, pero dista mucho de él en los propósitos y los resultados finales. Cordero llega a enfrentar el referente fotográfico y la versión pictórica en un acto destructor de cualquier paralelismo.

Asimismo, Cordero plantea de modo subyacente el problema de la identidad rescatando una suerte de biografía afectiva de índole grupal o colectiva, en la cual el ego del creador, el papel y el lugar conferidos al hombre se disuelven en una dinámica mucho más socializadora. Los »fotografiados«, para Raúl, son entes registrados, clasificados por nomenclaturas numéricas que recalcan contradictoriamente la homogeneidad humana; son víctimas de las contingencias del destino -no importan sus causas existenciales, sociales, políticas, económicas-, de lo imponderable. Por eso, en las composiciones de conjuntos siempre aparece silueteado el espacio de los ausentes, de aquellos que, quien sabe por qué razones, estuvieron una vez allí y ya se han ido. Una alegoría de la naturaleza corrosiva y destructora del olvido.

En Todo depende del relato, Raúl Cordero desarrolla ideas disímiles. Todo depende... resume un ciclo previo de trabajo con la incursión en la pintura -de simulación fotográfica,- el video y el arte objetual. Es, además, una amalgama de mitología personal y registros colectivos donde adquieren una peculiar fisonomía la desilusión y la aflicción por los vestigios de lo transitorio (Todo depende del relato, The photograph); el glamour por la frivolidad y la capacidad adulteradora de los medios (R.C. y J.L.C. nunca se conocieron); la manipulación de arquetipos o la alteración de las relaciones de sentido con una obra maestra (The first & the last supper); la veneración idolátrica, desplegada con anterioridad en Erick Fischl y yo almorzamos juntos...(Autorretrato dentro de un cuadro de Erick Fischl, Ushering the banality II ó Autorretrato con cerdo, un homenaje a Jeff Koons); o la concepción del cuerpo en tanto identidad mutilada en una instalación con videos (Buscando la permanencia).

En el fondo, el trabajo paródico e incisivo de Raúl Cordero vindica la asunción sin mojigatería del pasado en un final de siglo despótico. R.C. estigmatiza la posible artificialidad y el poder generador de veracidad concentrados en la impronta fotográfica -según Robert C. Morgan »...la realidad de la información ha llegado a usurpar la realidad de la forma...«-, cuestiona el valor de la fotografía como paradigma de lo real, y contempla con recelo lo que otrora fuera una fuente incuestionable de la representación.

José Manuel Noceda Fernández es curador del Centro Wifredo Lam

© José Manuel Noceda

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