Universes in Universe / Columna de Arena / número 49
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Introducción de José Roca:

Pablo Helguera, artista y educador Mexicano radicado en Nueva York (maneja el Departamento de Educación del Guggenheim) y frecuente colaborador de Columna de Arena, me envío este texto en el que reflexiona sobre la critica de arte. Pablo estuvo en Bogotá hace unos anos dictando un curso sobre museos en la Universidad de Los Andes, y esta familiarizado con la actividad artística en Colombia. Su texto se centra en el caso Mexicano, pero es interesante constatar los múltiples puntos de coincidencia con el fenómeno de la critica en nuestro país, razón por la cual me parece pertinente publicarlo.

En Colombia, la critica de arte ha tenido al menos tres etapas: la inicial, con figuras como Casimiro Eiger, Walter Engel y Marta Traba tenia mucho de prescriptiva, extranjeros que se establecieron en un país en donde el pensamiento critico sobre arte era casi inexistente. La segunda etapa se consolida en los ochentas con críticos como Eduardo Serrano, Carolina Ponce de León, Ana María Escallón y José Hernán Aguilar, quienes se mantienen activos hasta mediados de los noventas. En mi opinión, en la ultima década la figura del critico ha devenido irrelevante, siendo sustituida por la del curador, quien establece una relación empatica y de colaboración con los artistas que reemplaza la función "validatoria" de la critica tradicional. La curaduría es una practica de carácter inclusivo y abierto, lo cual posibilito que muchos artistas asumieran este rol, estableciéndose como una posibilidad mas del acto creativo. Paralelo al desarrollo que he expuesto anteriormente, una larga línea de poetas y escritores han ejercido la critica de arte en Colombia: Juan Gustavo Cobo Borda, Dario Jaramillo Agudelo, Antonio Caballero, Andrés Hoyos, Benhur Sánchez, Héctor Abad Faciolince, entre muchos otros. El argumento de Helguera parte de la siguiente pregunta: ¿Por que los escritores latinoamericanos rara vez han comentado acerca del arte de origen conceptual, mientras que han dedicado largos textos a artistas que trabajan en una tradición (figurativa o abstracta) de mediados del siglo veinte? La hipótesis de Helguera es valida cuando se piensa en la obra de los escritores que han asumido la critica de arte en Colombia, así como la de muchos de los críticos y curadores aun activos en nuestro país.

 


Pablo Helguera:

Las guerras de la contemplación
Los caminos de la crítica poética de arte en latinoamérica


Mi único encuentro personal con Octavio Paz ocurrió una semana en abril de 1995 - tres años antes de su muerte - cuando organicé un homenaje al poeta en el Art Institute de Chicago, por lo cual estuve con él por repetidos días y en repetidas conversaciones. Como todos los que lo conocieron bien lo saben, Paz al conversar hacía siempre indagaciones con un interés absolutamente sincero, sin importar quien fuera su interlocutor. Al enterarse que yo hacía performance art, Paz me preguntó: “sabe, yo nunca he entendido bien lo que es el performance art. ¿Qué es?" Paz, quien era amigo de Cage y había sido por supuesto partícipe y defensor de sus experimentos compositivos, me sorprendió un poco con esta pregunta. Pero en mis conversaciones con él sobre este tema - y tratando de olvidar mis torpes e inmaduros intentos por describirle el performance art al gran poeta - por mi parte siempre quise comprender por qué el entusiasmo de Paz en relación con las artes visuales disminuía considerablemente cuando no se trataba de abstracción o surrealismo, o cuando un tipo de arte postulaba ciertos credos externos a la fabricación subconsciente de un enigma. El por qué de esto, a mi ver, está íntimamente ligado con una historia de gran repercusión en la interpretación de las artes visuales en latinoamérica.

La crítica de arte en latinoamérica ha tenido un desarrollo peculiar y casi único en relación al resto del mundo. En general su crecimiento ha sido desigual: muchas veces prolífico, pero otras incipiente, y esto quizá en los momentos más cruciales. Esta carencia de continuidad se puede explicar relativamente si analizamos el complejo papel que ha jugado el medio literario en relación al visual, en cuanto a que lo ha interpretado, apoyado, utilizado como inspiración, y eventualmente marcado una brecha de separación que hoy es más clara que nunca. Mientras que en otros países estudiar la relación entre el mundo literario y el visual no tendría demasiado interés, en Latinoamérica es vital siendo que los escritores fueron una fuerza primordial en la construcción de los modelos de soporte de la cultura en latinoamérica. El trazar y comprender esta historia se ha convertido en una tarea urgente porque recientemente, el arte latinoamericano de las últimas décadas ha recibido una atención considerable a nivel internacional, y esto ha generado un interés por conectar metódicamente sus antecedentes históricos, comenzando por el modernismo y los eventos de la posguerra.

En lo concerniente al caso de México, Paz escribió una vez: “la crítica de los poetas es parte de la historia del arte moderno de México. Así lo dirá el estudio que algún día habrá de escribir sobre estos temas algún norteamericano o un japonés (los mexicanos han mostrado un desgano congénito para estas tareas).”[1] Sin tratar de hacer aquí el estudio que presagia Paz - y sin pretender de contradecir mis supuestas habilidades congénitas - como artista mexicano que tuvo una formación literaria sui generis, he tratado de trazar unas notas sobre la manera en la que se ha practicado el análisis de las artes visuales en foros esencialmente literarios, y particularmente la postura de los escritores en relación a estos cambios desde la década de los sesenta, que gira en torno a la siguiente pregunta: ¿Por qué los escritores latinoamericanos rara vez han comentado acerca del arte de origen conceptual, mientras que han dedicado largos textos a artistas que trabajan en una tradición (figurativa o abstracta) de mediados del siglo veinte?


***

Con el gradual advenimiento del arte conceptual en latinoamérica, comienza a darse un rompimiento con el medio literario. Con él comenzamos a perder la historiografía y el comentario de las artes visuales por parte de los escritores, un vacío que solo ahora comienza a corregirse con la aparición de críticos e historiadores de carrera, pero los vestigios de esta brecha y división cultural ha dejado – y en cierta manera, sigue dejando - a algunos de los artistas mas importantes de su país al margen de los debates culturales.

Las razones de las tensiones que han existido alrededor de estos desarrollos son fundamentales para entender la raíz de un debate estético que se ha ido gestando en los medios culturales a través de pequeñas o grandes polémicas, y cuyas repercusiones políticas han tenido y siguen teniendo efectos sustanciales en la manera en que interpretamos y promovemos a las artes visuales. Mis reflexiones a continuación, que no pretenden abarcar todos los detalles de un largo desarrollo y que en su gran mayoría utilizan ejemplos sobre la circunstancia en México, creo que son generalmente compartidos por los medios culturales de otros paises latinoamericanos.[2]

Durante la primera mitad del siglo, en el comienzo del modernismo latinoamericano y el florecimiento de sus movimientos artísticos, la crítica de arte - y su compañera, la historia del arte - se practicaban tímidamente y con poco énfasis en sus artistas actuales, lo cual era comprensible dada la semi-reciente aparición de la disciplina crítica moderna en la vena de Baudelaire. En este campo virgen, correspondió entonces a los escritores tomar el puesto de críticos de arte. En México, escritores como Jose Juan Tablada, José Vasconcelos y Alfonso Reyes, quienes de por sí eran por lo general los diplomáticos, los entrerpeneurs, y en general aquellos que se embarcaban en las tareas transformadoras de la política cultural, adoptaron y realizaron esa misión de manera decisiva con toda naturalidad. Esto no es de sorprenderse, dado que en su gran mayoría fueron los escritores los que articularon en el siglo veinte los manifiestos de su modernidad (Huidobro en Chile, Oswald de Andrade en Brasil), y que defendieron y apoyaron a los artistas visuales para emprender sus obras. [3] Tablada, quien en sus memorias narró su ambición original por ser pintor, fue el primer escritor en generar un estudio sobre el arte mexicano en el siglo veinte.

A pesar de estos intereses iniciales, para realizar la crítica de arte en latinoamérica hubo que encontrar una base teórica que sirviera para describir al arte moderno del continente. En este aspecto no habían muchas opciones: a lo largo del siglo veinte, Hispanoamérica contó con pocos intelectuales cuyos intereses estéticos hubieran abarcado significativamente la teoría de las artes visuales de manera crítica. El primer filósofo hispanoamericano cuya obra marcó el tenor de los debates estéticos que se darían en latinoamérica - y a mi ver, cuya visión permaneció prácticamente inescrutable hasta la década de los sesenta - fue José Ortega y Gasset, particularmente a través de la publicación en 1925 de “La deshumanización del arte”. La influencia de Ortega en la estética latinoamericana es, a primera vista, debatible específicamente en cuanto a que rechaza un arte para el pueblo (ya establecido en “La rebelion de las masas” ) y al eurocentrismo de sus tesis (Ortega no menciona ni una vez a latinoamérica ni al muralismo mexicano, ya famoso en 1925, una omisión convenientemente cómoda pues habría contradecido a sus hipótesis). Una teoría de este tipo evidentemente no era compatible con el tono de identidad nacionalista que caracterizó a gran parte del modernismo y el vanguardismo latinoamericano.

Aún así, las ideas básicas de Ortega inspiraron a Vasconcelos, Samuel Ramos, Leopoldo Zea y otros para articular las nociones acerca de una identidad cultural nacional. Su famosa frase “yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo” marca la premisa introspectiva central de la gestación del nacionalismo artístico latinoamericano. [4] Pero sobretodo, las ideas de Ortega ofrecían también un esquema básico de apreciación del arte que será adoptado poco después, directa o indirectamente. Es en realidad durante los años treinta y en las generaciones jóvenes - en particular los Contemporáneos en México como Novo, Villaurutia, Owen - donde existe una estrecha relación con los artistas visuales, y donde la afinidad fundamental con la estética Orteguiana es visible. Los Contemporáneos, quienes no compartían una estética socialmente comprometida como la propuesta por los muralistas - y cuya perspectiva será compartida por los surrealistas y luego por Octavio Paz - , admiraban la abstracción, el maquinismo, el expresionismo, y publicaron las obras de artistas como Picasso y De Chirico en sus revistas. Poemas como ‘El nocturno de la estatua” de Villaurutia claramente establecen vínculos con la pintura metafísica.

La relación de la generación de los escritores surrealistas con las artes visuales es consistente con las premisas orteguianas en torno al modernismo. Ortega escribe: “ El expresionismo, el cubismo, etc., han sido en varia medida intentos de verificar esta resolución en la dirección radical del arte. De pintar las cosas se ha pasado a pintar las ideas: el artista se ha cegado para el mundo exterior y ha vuelto la pupila hacia los paisajes internos y subjetivos.”[5] No solo su evaluación del modernismo, expresado en “La deshumanizacion del arte” ( y que por lo general ratifica la importancia del arte abstracto y de aquel proveniente del subconsciente), sino también la relación implícita entre el pensador y el artista visual, son ideas que resultarán básicas para comprender la relación entre crítico y obra de arte en latinoamérica en las generaciones subsiguientes. Ortega, siendo filósofo y no poeta, presenta una versión moderna de las ideas estéticas de la “Critica del Juicio” de Kant, donde se postula la famosa noción de que la apreciación de la belleza de una obra de arte requería una contemplación estética desinteresada. Tomando esto en cuenta, Ortega nos dice que el arte no puede ser sino una “des-realización” de la experiencia vital, y el proceso de creación artística como algo originado de la actitud contemplativa (interna), mientras que el oficio filosófico lo define como “reedificar conceptualmente el cosmos partiendo de una serie de hechos que se consideran como más firmes y seguros”. El tipo de interpretación estética que sigue en base a estas definiciones exige un tipo de creación visual que invente enigmas, pero que no trate de descifrarlos, pues esa es la tarea del filósofo o del esteta.

En lo que toca a la epistemología del acto creativo, consistente con la línea de pensamiento kantiano ( y de paso con la de los principales constructores del modernismo artístico), el filósofo madrileño la ve como una actividad esencialmente contemplativa que plantea su propia realidad como un acto de presentación de su circunstancia, y esta realidad está disponible para “imaginar hipotesis que los expliquen, que los interpreten”.[6]

En términos prácticos, el discurso estético se aplicaría de una manera en que la mente literaria - que viene a socorrer a la filosófica - se presenta como la tácita decodificadora de la meditación plástica. Tal percepción da lugar, por supuesto, a la gran libertad interpretativa que los escritores se toman para abordar a las obras, creando a su vez un género híbrido entre la crítica y la meditación poética.

En latinoamérica, la crítica del arte de vanguardia nacionalista entonces se comenzó a practicar simultáneamente tanto como justificación política como valoración formal. Como se verá, sería esta segunda vertiente la que acabaría predominando. Los artistas con agendas políticas en latinoamérica siempre han sido vistos con desconfianza por la élite intelectual, quizá por el bagaje político que precisamente ocasionó el movimiento nacionalista que estuvo ligado a las artes en los años veinte (posteriormente, habría que analizar también el tipo de influencia que el mercado de arte norteamericano, con su espritu anti-comunista, ejerció durante la guerra fría en promover un arte que evadiera el contenido político o social). De cualquier manera hay que recordar que gradualmente, y después de la aparición de las siguentes generaciones de creadores - la de los surrealistas, el grupo de los Contemporáneos en Mexico y otros - la ideología de los muralistas sería eventualmente desechada como un lastre y su obra comienzaría a ser apreciada en términos formales e histórico-culturales, pero sin enfatizar la relevancia de su contenido político original - lo cual era comprensible dada la manera en que esta estética fue adoptada y oficializada por el gobierno revolucionario institucional.

La influencia del surrealismo en México marcó la siguiente etapa crítica. La visita de André Breton a México, que tiene repercusiones profundas, así como la presencia de creadores como Remedios Varo y Buñuel, ayudaron a establecer el territorio del subconsciente como un campo común donde la literatura y las artes visuales pueden dialogar entre sí, y donde la metáfora visual se convierte en la moneda de cambio.

Los escritos sobre artes visuales por aquella época en latinoamérica se podrían caracterizar en general, en tres modalidades: el ensayo histórico-biográfico, a veces de naturaleza crítica y semi-literaria, pero por lo general enfocada a la agenda nacionalista o al pasado (ejemplos son Luis Cardoza y Aragón, José Moreno Villa, posteriormente Paul Westheim); la interpretación poética (aún practicada por muchos escritores) y la narrativa monumental o ensayo de gran aliento. En México, la narrativa monumental se basa en el formato de "La Raza Cósmica" de Vasconcelos, de 1925 y uno de sus mejores ejemplos es el "Prometeo" de Justino Fernández en 1945. “El Laberinto de la Soledad”, de Paz en 1950 sería otra obra de influencia determinante en la manera en que el arte – o mas bien, la cultura - se interpreta dentro y fuera de México. Sin embargo, la obra que específicamente trata de articular una visión arraigada a la plástica (y a sus corrientes universales) es la de Fernández y las de Cardoza y Aragón.

Fernández, quien sí era historiador de arte de carrera, buscó con “Prometeo” el articular por primera vez una visión del arte del siglo veinte que, comenzando con el post-impresionismo de Cèzanne y pasando por el surrealismo de Breton, culmina insertando al muralismo mexicano - particularmente a Orozco - en la narrativa modernista como la máxima expresión de las aspiraciones culturales del siglo. Cardoza mantuvo premisas similares, y siendo él el más cercano a los muralistas, fue también el más acervo defensor de sus posiciones ideológicas.

Sin embargo, en términos estrictos de posturas estéticas de interpretación, el carácter de los debates y reflexiones que se dan a mediados del siglo veinte no realizan todavía un análisis introspectivo o contextual de la obra, sino que se centran en problemas kantianos de la belleza, como los aborda Samuel Ramos en su obra Filosofía de la vida artística. [7]

La crítica 'poetica' , por así llamarla, adquiere su mejor campo de juego con el surrealismo, y su más alto exponente con Octavio Paz.

A diferencia de nuestros otros escritores de envergadura - comenzando por Neruda, Borges, Cortázar, Carpentier, Lezama Lima, y terminando por Vargas Llosa, Fuentes, y García Márquez - Paz es el único que de manera constante y sistemática escribió sobre artes visuales tanto a manera de inspiración poética como de reflexión ensayística estética o estético-histórica (basta con ver la extensión de su antología de textos sobre artes visuales, "Los privilegios de la vista"). De manera contraria a Justino Fernández y mejorando esos primeros intentos, insertaba tambien la experiencia latinoamericana dentro del arte del siglo veinte, pero poniendo al surrealismo en primer plano, y enfatizando su crítica de la dimensión ideológica del muralismo.

La importancia de Paz en la elaboración de un código crítico en las artes visuales en latinoamérica es culminante y clave, así como el peso de su juicio - y yo añadiría, de los prejuicios - de Paz en relación a lo visual. Mientras que el poeta rara vez comentó sobre música, en contraste sus ideas sobre el arte fueron apasionadas, y han sido determinantes para la formación de toda una actitud intelectual en torno a esta disciplina. Su amistad de juventud con Breton, quien influyó considerablemente en su manera de comprender las artes visuales, y su cercanía con Duchamp y Cage lo convirtieron posiblemente en el escritor más autorizado para comprender, describir e interpretar a las artes en latinoamérica. Aunque el mismo escribió que nunca se propuso “escribir una teoría; tampoco trazar una historia” [8] de las artes visuales, por otra parte asumió con toda entereza el papel que poetas como Apollinaire y Breton jugaron como defensores del cubismo y el surrealismo, respectivamente. Paz mismo escribe, “estos poetas fueron no solo la voz sino la conciencia de estos artistas”. [9]

Comprender el pensamiento de Paz en torno a las artes visuales es fundamental para captar la relación conflictiva actual entre escritores y artistas en México, porque después de Paz, ningún poeta o escritor mexicano ha conseguido enteramente escapar de su manera de ejercer la crítica de las artes visuales. Asimismo, la visión de Paz del arte mexicano ha predominado en gran medida en la interpretación cultural que recibimos del exterior - no sin razón, dado el poder de su análisis histórico y cultural, y cuyo mejor ejemplo es su prefacio al catálogo de la monumental exposición “México: Esplendores de Treinta Siglos” del Metropolitan Museum of Art de Nueva York. Sin embargo, y como bien lo ejemplificó el extraño corte que se le dió a esta exposición - terminaba a mediados de siglo con la obra de Frida - ya en 1990 se consideraba que el análisis de la segunda mitad del siglo era, si bien no terra incógnita, definitivamente un territorio teóricamente escabroso, o al menos demasiado conflictivo para abordar en una exposición histórica que postulaba la existencia de una “sensibilidad mexicana”.

De manera similar a Ortega, Paz hace su adaptación de las premisas de la belleza kantiana pero, siempre el poeta, es por vía de Baudelaire: a partir de él, según Paz, “la relación [entre pintura y análisis formal] se rompe: colores y líneas cesan de servir a la representación y aspiran a significar por sí mismos”. [10] Al igual que la percepción orteguiana, la visión paziana de las artes visuales es esencialmente la de un contemplador que interpreta o dialoga con otro contemplador ( lo cual recuerda sus versos “soy una historia:/ hablo siempre contigo hablas siempre conmigo/ a solas voy y planto signos”), y la percepción del artista como un ente forjador de enigmas - en la tradicion surrealista como Cornell, Ernst, Carrington, y en primer plano, Duchamp.

Es útil comparar la postura estética de Paz con quien fue quizá el crítico de arte más importante de su generación, y quien casi por sí solo construyó la base teórica del expresionismo abstracto: Clement Greenberg. Tal comparación podría parecer forzada empezando por la gran diferencia de sus ámbitos y de sus profesiones: Paz nunca generó una teoría del arte visual de la magnitud de Greenberg; por su parte, Greenberg nunca favoreció al surrealismo y mucho menos a Duchamp - lo cual obviamente marca otra gran diferencia con Paz. Sería dudoso tambien afirmar que ambos hubiesen leído sus respectivos textos en las décadas de los sesenta o setenta. Y sin embargo, sus paralelos se ven claramente en términos filosófico-estéticos, su influencia de ambos en la crítica de arte de sus respectivos entornos fue determinante, y en ambos casos fue una influencia ejercida por convicciones estéticas y políticas muy similares.

Tanto Greenberg como Paz comparten puntos de vista afines en su manera kantiana de comprender a la obra de arte, su valoración de la lectura subjetiva, y la manera en que confrontaron lo que podríamos llamar la crisis de la estética tradicional frente al advenimiento del arte de los sesenta, (precisamente propiciado por Duchamp). Duchamp, quien con sus readymades en 1917 puso en cuestión la necesidad de que la belleza estuviera relacionada del todo a la obra de arte, trazó una línea divisoria que diferenciaría de ahí en adelante a la estética tradicional de una nueva manera de hacer “arte”, o como mejor lo describe el filósofo Arthur Danto, el comienzo de “el arte después del fin del arte” (donde describe a Greenberg como “el crítico de arte más kantiano del siglo”). Tanto Greenberg como Paz tuvieron que articular su postura en relación a esta actitud de desafiar a la estética tradicional que, para aceptarla, había que admitir la existencia de un arte anti-estético como arte en sí. Por otra parte, las cosas en la década de los sesenta se complican con la aparición de los dos artistas más importantes de esa época - Andy Warhol y Joseph Beuys - bajo su radical premisa (un paso más allá de la revolución Duchampiana) de que cualquier cosa puede ser arte y que cualquiera puede ser artista.

Greenberg dejó de hacer crítica de arte después de los sesenta, mientras que Paz siguió escribiendo sobre arte hasta el fin de su vida. De cualquier forma ambos dejaron claras sus posturas en relación al arte posterior en ensayos y otras declaraciones.

El análisis de la postura de Greenberg hacia el arte después de los sesenta ha sido claramente analizado por Danto en “Art after the end of Art”. [11] Danto comprende la reticencia de Greenberg por aceptar al arte conceptual como parte de su lealtad hacia dos premisas kantianas: una, que la obra de arte estaba disociada de cualquier tipo de utilidad (y por ello nuestro atracción hacia ella es “desinteresada”), y segunda, que la “calidad” de una obra de arte no podía ser determinado por ningún tipo de lógica o discurso preestablecido. De aquí que una obra de carácter comprometido (arte político, por ejemplo) quedaría descalificado, o como cualquier obra que fuera precedida por una idea predeterminada.

Si analizáramos estrictamente a Paz como crítico de arte (a sabiendas que sería injusto, puesto que él mismo nunca se consideró uno, pero dentro de latinoamérica su influencia en el campo fue la misma que si lo hubiese sido), encontraríamos posiblemente que sus puntos de vista fueron mucho menos rígidos que los de Greenberg. Al igual que el crítico norteamericano, Paz celebró a los expresionistas abstractos, y a diferencia de él, a los surrealistas. Viniendo de la rebelión al nacionalismo oficial en el arte y a la literatura comprometida sartriana de su época, Paz por supuesto se opuso a la ideología estética, aunque por otra parte siempre consideró al arte como vehículo revolucionario a su manera, y él mismo defendió al surrealismo como un movimiento renovador que no se trataba de “arte por el arte”, sino de una renovación humana entera que traería consigo una nueva sensibilidad.

Pero al igual que Greenberg, Paz tuvo una reacción similar con los movimientos artísticos que vinieron después de la guerra. Ambos vieron al Pop Art con desconfianza. Paz lo consideró como un manierismo o una “restauración neodadaista” y al arte conceptual después de Duchamp como pálidas imitaciones de su amigo. Ante las pinturas neoexpresionistas de Anselm Kiefer habló del “fracaso de la voluntad expresiva” [12] y en general, vió a la crisis del arte causada por la manipulación del mercado, y al agotamiento manierista de las formas. Estos puntos de vista, que básicamente adoptan la postura de una teoría de la “decadencia” del arte y no del comienzo de algo nuevo, irónicamente incluían a la vez un confuso “double standard” en la apreciación de la obra de sus pintores congéneres. Mientras que Paz nunca le dedicó una línea a favor o en contra a los artistas más importantes de los últimos cuarenta años - Beuys, Warhol, Kosuth, Paik, Fluxus - en cambio escribió elogiosamente sobre pintores que no han tenido mayor repercusión en renovar la manera en que pensamos acerca del arte hoy: Soriano, Cuevas, Felguérez, De Szyszlo. No se trataba, por supuesto, de que hubiese carencia de artistas conceptuales en latinoamérica, que comenzó a haber desde los sesenta y en los setenta (Leon Ferrari, Luis Camnitzer, Cildo Meireles, entre otros) pero, independientemente de que algunos pintores o escultures hubieran tenido una amistad especial con el poeta, ¿por qué celebrar solo la continuación de las variaciones de un modernismo pictórico y no la experimentación de algo nuevo? Esta pregunta podría parecer injusta al recordar que Paz solo escribió en artes visuales sobre lo que le apasionaba, por razones subjetivas y como buen dilettante. Sin embargo, fue esta actitud la que contribuyó a generar el vacío en torno a las nuevas tendencias, y por ello no se puede ignorar.

Aunque aquí no puedo hacer un análisis entero de la compleja - y añadiría, contradictoria - estética visual de Paz, creo que la clave de esta se encuentra en lo que es quizá el más importante de todos sus textos sobre artes visuales: “La Apariencia Desnuda”, - sobre la obra de Marcel Duchamp. Este texto de Paz es generalmente considerado como uno de las lecturas más brillantes de Duchamp, específicamente en lo que concierne a “la novia puesta al desnudo por sus solteros, aún…” de 1915-23, aunque, hay que notar, es más bien una lectura surrealista de la obra. Sin embargo, la parte más reveladora de este libro está en la lectura del poeta de los readymades.

En su visión de un artista irrepetible y que combina el potencial de la poesía con lo visual, para Paz Duchamp era el mayor artista del siglo, junto con Picasso - un punto de vista que no es nada fuera de lo ordinario. Pero el problema principal con las perspectivas de Paz, y quizá la paradoja en todo esto era que Duchamp, convirtiéndose de repente en el padre del conceptualismo, había dado la negación rotunda de las premisas orteguianas de la contemplación y meditación de la forma, así como de la perspectiva kantiana de la belleza del objeto artístico. Y aún más: al inventar el readymade ( y aunque esto no comenzó a quedar claro sino mucho después), Duchamp deplazó completamente el debate crítico del clásico “esto es bello” a “esto es arte”, apropiándose así de la lógica del modernismo como su medio, lo cual marcó por primera vez desde el romanticismo, una reinterpretación de la crítica del juicio de Kant (como bien lo ha analizado Thierry de Duve en su contundente análisis, “Kant después de Duchamp”). La situación era que si uno aceptaba que Duchamp había llevado con sus readymades la problemática del objeto artístico - y por ende, a la crítica del objeto - a tales extremos, ¿de qué manera se iba a interpretar al resto del arte de ahora en adelante?

Para Paz, era claro que el readymade era una trasgresión del oficio “retinal”, pero no obstante su enorme admiración por el artista, no quiso aceptar el desafío duchampiano como algo que cambiaba para siempre la manera de interpretar el arte. En contraste, Paz lo explicó como una paradoja visual cerrada, un acto circular, que llevaba consigo la imposibilidad de su repetición - o sea, de convertirse en una nueva manera de hacer arte. Paz escribe: “el ready-made no es una obra sino un gesto que solo puede realizar un artista y no cualquier artista sino, precisamente, Marcel Duchamp.” [13] (Frase de gran belleza poética, pero no de mucha utilidad histórica). Y añade que los ready-mades son “no un acto artístico: la invención de un arte de liberación interior”. [14] Paz continúa: “el readymade es un arma de dos filos: si se transforma en obra de arte, se malogra el gesto de la profanación; si se preserva su neutralidad, convierte al gesto mismo en la obra. En esa trampa han caído la mayoría de los seguidores de Duchamp: no es fácil jugar con cuchillos”. [15]

El punto crucial de divergencia entre la opinión de Paz y la crítica de arte actual - y su contundende práctica - es entonces de si los readymades marcan la separación radical, de una vez por todas, entre el objeto y el atributo artístico o no.

Si bien Paz aceptó a los readymades como un gesto hecho por un artista - aunque fuera solo y exclusivamente por el artista llamado Marcel Duchamp - no dio el paso decisivo de aceptar que el simple gesto podría ser considerado arte del todo, y mucho menos, que ese gesto le permitía de ahí en adelante a cualquier artista a adoptar y ejercer esa misma libertad. Al igual que Greenberg, Paz mantuvo siempre su mirada fija en el objeto artístico - una decisión fundamental que aseguraba la supervivencia del esquema crítico kantiano. Paz siempre buscó el acto de convertir en poesía al arte que miraba, y, por esa razón, en términos cínicos duchampianos se podría decir que su pasión en cuanto a las artes visuales nunca pasó de lo “retinal”. Cuando los atributos artísticos se esfumaron del cuadro, cuando el arte se convirtió en una necesaria integración de visualización, acción, gesto, o idea - la magia se desvaneció para él, y de paso, para la contundente mayoría de los escritores latinoamericanos.

***

Después de un gran brillo viene también un gran deslumbramiento. La destellante crítica visual de Paz inspiró a la vez un nuevo subgénero de escritura creativa (rara vez igual de destellante), y al mismo tiempo generó un problema interpretativo para la crítica contemporánea, al menos en México. En el mejor de los casos, se produjo un tipo de ensayo literario-visual como el del practicado por Juan García Ponce, que si bien puede resultar atractivo como divertimento literario, en términos estrictamente de teoría visual contiene poco rigor teórico, y por lo general acaba perteneciendo más bien al ámbito literario que en la teoría estética o a la historia del arte.

En el peor de los casos, este tipo de crítica poética inspirada por Paz (aunque hay que admitir, no enteramente por él, sino por varios otros escritores con perspectivas similares a la suya) degeneró en una retórica que aún hoy padecemos en un porcentaje excesivo de publicaciones de arte que se producen en latinoamérica, las cuales abundan en lugares comunes, sobreinterpretaciones, giros verbales vacíos y frases grandilocuentes que tienen a enaltecer mas a la cultura ( o a la persona ) del autor del ensayo que al artista o a la obra. Dada nuestra inclinación (esta sí congénita) por la retórica barroquista, el territorio de la crítica de arte ha sido víctima de los revuelos poéticos más extravagantes - y quizá los más desafortunados. En otras palabras, la crítica visual se convirtió en un campo libre para una expresión literaria de segunda, no habiendo un árbitro que marcara la importancia de un rigor objetivo, o el uso de un lenguaje más cuidadoso.

Los artistas contemporáneos que siguieron practicando en su obra lo que esencialmente consideramos en teoría del arte contemporáneo como obra dentro de los umbrales de la forma (Matta, Toledo, De Szyzslo, Felguérez, Cuevas, Gironella, Soriano) siguieron ( o siguen ) recibiendo el homenaje y el comentario literario, y por ende, la cobertura general de la prensa cultural latinoamericana (si bien con poco o nulo interés del medio del arte contemporáneo en el exterior). Por otra parte, y paradójicamente, pocos escritores latinoamericanos se han ocupado en momento alguno de aquellos artistas cuyas obras han tenido impacto profundo en la creación de arte en todo el mundo en las últimas décadas: Clark, Oiticica, Ana Mendieta, Cildo Meireles, Felix González-Torres, Doris Salcedo, Alfredo Jaar, y Gabriel Orozco entre muchos otros ejemplos. En el mejor de los casos, las reseñas de sus obras han pasado de las paginas de sociales a los estudios de sociología. Debido a esta ausencia crítica y/o historiográfica, que también ha adoptado en sus momentos carácter nacionalista, tampoco se ha apreciado lo suficiente la cantidad de proyectos importantes por parte de artistas extranjeros que tomaron lugar en México y que marcaron capítulos importantes de la historia del arte (las series de las siluetas de Mendieta y los experimentos fotográficos de Robert Smithson en Yucatán en la década de los setenta, por poner un par de ejemplos).

La manera en que se da la bifurcación entre los intelectuales latinoamericanos y los artistas visuales que favorecen al conceptualismo ocurre entonces en el momento en el los artistas visuales comienzan a desertar su papel de creadores contemplativos, al decidir no tener que conformarse en condiciones específicas de interpretación y/o contextualización y buscar, cuestionar, redefinir y deconstruir la práctica en sí, lo cual comienza a suceder en latinoamérica a finales de los sesenta y principios de los setenta. En el momento en el que los artistas plásticos comienzan a gestar sus reflexiones en torno a la raíz de la obra y se salen de los territorios convencionales de la forma dentro del lienzo o la escultura, la obra comienza a requerir un nuevo tipo de lectura para la que los apegados a la estética tradicional no estaban preparados a aceptar, como se dio el caso en otros países y otros lugares.

Este es el verdadero rompimiento, por primera vez, con la tesis orteguiana del arte como una forma abierta sujeta a interpretaciones más o menos libres, y por primera vez en el siglo veinte, encontramos que son los artistas visuales, y no los escritores, los que cuestionan una comprensión de la estética que de hecho precede en algunos aspectos a lo que se hacía en Europa - si consideramos por ejemplo los experimentos neoconcretistas en Brasil, como los “Quasi-Cinemas” de Oiticica. Por otra parte, los artistas visuales comienzan a revalorar su relación con movimientos anteriores en el modernismo que nunca fueron tomados demasiado en serio por los escritores, como es el caso del Estridentismo en México. Este cambio de actitud genera por lo tanto una necesidad también de revisar la historia. Es importante mencionar también las afinidades de los primeros conceptualistas con la estética marxista - en México promovida por Adolfo Sánchez Vázquez - y como la dimensión social de la obra vuelve a ocupar un papel fundamental, después de haber sufrido un desplazamiento después del agotamiento del nacionalismo y el muralismo. Y sin embargo, no se podría polarizar esta diferencia a un debate de índole ideológico-filosófico, pues las experiencias que van incorporando los artistas nuevos son tanto respuesta de su entorno inmediato como también de la actividad artística que se va gestando a nivel internacional.

La razón primordial por la que los artistas de naturaleza conceptual no hayan sido adoptados por los literatos no puede haber sido, hay que decirlo, por su carencia de posibilidades inerpretativas, sino simplemente porque los marcos de referencia en la producción de estas obras han cambiado y no les son familiares a aquellos con un entrenamiento esencialmente literario. A pesar de las grandes características poéticas de un artista como Gabriel Orozco, por ejemplo, su obra no ha sido el objeto de la poesía mexicana. La revista “Artes de Mexico”, por poner otro ejemplo, practica lo que he denominado tentativamente como crítica poética o la historia del arte, pero nunca ha abordado al arte conceptual como un aspecto de las artes mexicanas, por ejemplo (es revelador también que esta revista nunca haya practicado la crítica de arte, en un país donde tan desesperadamente se necesita de esta práctica).


Lo paradójico de este rompimiento es que los artistas y curadores que defienden a las (ya no tan ) nuevas tendencias, y cuyas posturas les parecen incompatibles a la mayoría del medio literario - en realidad provienen de un desarrollo que comparte puntos de vista muy similares. ¿Por qué? Aunque esto es algo que quedaría por estudiar en otro ensayo, a mi ver esto se podría argumentar que los artistas que provienen de la tradición conceptualista latinoamericana en realidad le deben en parte la riqueza de la renovación de la plástica al ‘boom’ de la literatura latinoamericana, y no necesariamente al pasado inmediato de las artes visuales. Si hay algo que diferencia al conceptualismo latinoamericano del anglosajón y el europeo en general, es su riqueza inventiva - a veces en extremos barrocos que asemejan mas a Borges o a Carpentier - en gran parte basada en una riqueza de ideas y arraigada esencialmente en una tradición narrativa. Escritores como Salvador Elizondo, Alvaro Mutis, Gerardo Deniz, Guillermo Cabrera Infante, Augusto Monterroso, Paz, Borges, Felisberto Hernández, Cortázar y tantos otros son, directa o indirectamente, una explicación convincente de la base inventiva del conceptualismo (sus estrategias narrativas, su raiz en la ficción, a veces sus posturas políticas), por lo que es natural que los artistas visuales cuyo medio fueron o son las ideas se basaran de un legado tal, y se identificaran con este.

Pero en la gran renovación que ha experimentado el arte contemporáneo en latinoamérica, la fertilización no fue recíproca con la literatura. La nueva generación de escritores, con contadas excepciones, ha tenido particular desprecio o falta de interés por las nuevas tendencias en las artes visuales, sospecha intelectual de sus bases, y al conceptualismo en particular - en gran medida por su ignorancia acerca de los orígenes intelectuales de su discurso. Los artistas que nos formamos en latinoamérica desde la década de los setenta a los noventa, hemos vivido un discurso cultural dominado por la literatura, que nos ha nutrido sustancialmente pero que a la vez nos ha hecho aceptar reticentemente a las artes visuales como algo al margen del foro público, poniendo al arte en la página de sociales, y la producción verdaderamente innovadora como una expresión adolescente, casi siempre colocándo a los artistas como excéntricos e incluso a veces como charlatanes (y evidentemente los hay, aunque el porcentaje de estos no excede comparativamente al de aquellos en las otras disciplinas artísticas) pero rara vez como creadores cuyas obras son marcadores de una época y una realidad colectiva que, al menos, merece ser debatida.

Y sin embargo esa era tenía que terminar. Los escritores habían cumplido su cometido como comentadores de las artes visuales, y en lo que estas han adquirido su madurez, es momento para cederle el campo a aquellos que verdaderamente ejercen el oficio de la crítica, la curaduría y de la historia del arte. La aparición, tardía, de ciertas personalidades que comenzaron a ejercer la crítica y que comienzaron a adoptar el papel de curador en latinoamérica - Jorge Romero Brest en Argentina, Marta Traba en Colombia, por nombrar a algunos pocos - proveyeron finalmente a las artes visuales con un territorio limitado, pero al menos más propicio para crecer. En México, la ausencia de una crítica y escritura sólida se ha vuelto crecientemente más notable a medida en que la escena artística ha recibido una atención internacional tan grande. Afortunadamente, el periodismo cultural fue violento empleo para trazar una crónica al menos básica de lo que ya son más de tres décadas de una producción artística que no ha contado con teóricos sustanciales, ni con intelectuales que hayan buscado aportar de manera significativa, en los debates en torno a las artes visuales que se han dado a nivel internacional. Hay que reconocer también que la aparición de criticos como el pintor Yishai Jusidman o como Cuauhtémoc Medina ha sido fundamental para al menos introducir un verdadero espíritu crítico, junto con los pioneros defensores del conceptualismo como lo ha sido Olivier Debroise y la crucial introducción de la revista Curare.

Pero el crecimiento de la teórica, y en particular la aparición de autores que se aventuren fuera de los territorios estrictamente académicos, se ha mantenido limitado, muchas veces no propiciado necesariamente por la falta interés del medio literario en las artes visuales contemporáneas, sino también por el control de los críticos conservadores en el medio. Críticos como Raquel Tibol y Teresa del Conde, quienes realizaron importantes contribuciones para establecer la crítica y la historiografía de los artistas de su generación, gradualmente han utilizado sus reputaciones para bloquear las posibilidades de lectura de las nuevas generaciones, imponiendo una agenda estética en el umbral de la transición de los años sesenta, y cuyo ángulo conservador apenas tiene la conciencia de un diálogo externo internacional en el que los lectores latinoamericanos rara vez se les da la oportunidad de participar. No ha ayudado tampoco que, por desinterés gubernamental, los museos nacionales como el Carrillo Gil no hayan coleccionado obra al menos desde 1973, borrando institucionalmente la existencia de la producción contemporánea en México. O el juego estratégico de las sillas musicales ejercido también por el gobierno en los puestos de directores de museo, que cumple entre otras cosas con el objetivo de regular el exceso de autonomía del ala más liberal del arte contemporáneo.

De aquí las muchas polémicas recientes en torno a los supuestas acusaciones hacia los “conceptualistas” (a falta de un mejor nombre) por darle “muerte de la pintura” - discusión infundada en principio, y que a mi ver, no es sino una versión velada de los verdaderos debates estéticos que se están dando entre los formalistas conservadores y el medio del arte contemporáneo latinoamericano que, dicho sea de paso, es el internacional. Sobra decir que asociar a un género artístico como la pintura con un acercamiento estético determinado es una ingenuidad, pues todo medio artístico está sujeto a infinidades de expresiones, sean estas conservadoras o innovadoras. En términos específicos, la verdadera batalla que se gesta en torno a esta discusión no es de si un medio es mas relevante que otro, sino si el formalismo derivativo de prácticas ahora convencionales - y que incluye a ciertos tipos de instalación, performance y video, pues ningun medio se salva de la retórica formalista - es menos o más meritorio que el arte de naturaleza conceptual o experimental (en toda clase de medios) que hoy en día se genera de latinoamérica - como en todas partes - y que está expuesto en los mejores museos del mundo. En el caso de México se experimenta una repetición de la historia en la que el arte que en algún momento se propuso derrocar al muralismo nacionalista - arte abstracto, expresionista, etc.- ahora es el arte que se muestra en todos los espacios oficiales, mientras que el verdadero arte experimental ha transitado con dificultades con el gobierno, que lo ha apoyado en respuesta a la presión del interés internacional (por ejemplo, las recientes exposiciones de arte mexicano contemporáneo en P.S.1 en Queens y en Kunst Werke en Berlín).

Quizá por su estrecha relación con el medio literario, la industria editorial latinoamericana ha sido lenta - y lo sigue siendo - en reconocer la importancia de las nuevas generaciones de artistas en latinoamérica. Antes han salido antologías sustanciales de artistas latinoamericanos en editoriales como Taschen y Phaidon que en las latinoamericanas. Es fundamental estar consciente de este dilema literario/visual y analizarlo para comprender bien el puesto - ya urgente y merecido - que debe de adoptar la crítica y la historia del arte en el contexto de nuestros suplementos culturales, nuestras publicaciones, y nuestros medios de comunicación. En segundo lugar, es necesario comenzar a fomentar el desarrollo de escritores que ejerzan el verdadero oficio de comentar lo visual, sin someterse necesariamente a arrebatos poéticos o a manifiestos técnicos que no puedan llevarse a un foro de interés general. Este es el verdadero dilema que confrontamos en la reinvención del comentario y debate de las artes visuales en latinoamérica: en un estado de la gallina y el huevo, nos encontramos con déficit de críticos e historiadores de arte, o con la presencia de escritores cuya prosa trascienda los límites convencionales de las fórmulas técnicas del medio visual y lo transmitan al público lector latinoamericano.

Pero antes que nada, el comenzar a construir un medio más propicio para la historiografía, el debate y el comentario de las artes, implica primero reconocer que los términos y los procesos que hemos adoptado tradicionalmente como los únicos para entender el arte - en particular la formula artista contemplativo - crítico contemplativo/poético - si bien eran adecuados antes, hoy no son suficientes para transmitir la complejidad del arte que vemos y experimentamos hoy en día en galerías, museos, en la calle y en toda clase de espacios. Tan pronto hayamos aceptado colectivamene estas carencias, podremos comenzar a completar este puente que tanta falta nos hace para obtener una imagen más clara de la riqueza de nuestro paisaje cultural.

notas:

1) Octavio Paz, prólogo a “Los Privilegios de la Vista”, p. 23. De Obras Completas, tomo 6, Fondo de Cultura Económica, 1991.

2) Debo mi agradecimiento a los comentarios del artista uruguayo Luis Camnitzer, al curador colombiano Jose Ignacio Roca, y a la historiadora mexicana Irmgard Emmelhainz. Un largo ensayo que elabora sustancialmente en estas reflexiones y que hacen un recuento sustancial sobre el desarrollo del conceptualismo latinoamericano y su relación con la literatura, es “Contextualization and Resistance: Conceptualism and Latin American Art” de Luis Camnitzer (aún inédito, de próxima aparición).

3) Una de las obras más significativas para el estudio de la relación entre literatura y artes visuales al principio del modernismo latinoamericano es la antología de Jorge Schwartz, Las vanguardias latinoamericanas, Universidad de Sao Paulo, 1995

4) Para mayor referencia, cf. El ensayo de Jose Luis Gomez-Martinez, “La presencia de Ortega y Gasset en el pensamiento mexicano” , Nueva Revista de Filología Hispánica 35.1 (1987) pp. 197-221

5) Ortega y Gasset, “La deshumanización del arte”, Obras Completas, VII

6) Ortega y Gasset, Obras Completas, VII, p. 514, citado por Rafael García Alonso en “En torno a Ortega y la Estética”, Actas de las II Jornadas de Hispanismo Filosófico, 1995.

7) Cf. Samuel Ramos, Filosofía de la vida artística, Col. Austral, Espasa-Calpe, Argentina, Buenos Aires, 1950. Pp. 98-108

8) Octavio Paz, “Los Privilegios de la Vista”, p. 13 Volumen 1, Obras Completas. Fondo de Cultura Económica, 1994.

9) Octavio Paz, op. Cit. P.21

10) Octavio Paz, Presencia y Presente: Baudelaire Critico de Arte, en Op. Cit. P. 45

11) Cf. Arthur Danto, Art After the End of Art, Princeton University Press, 1997 Cap. 5

12) Octavio Paz, Alegoría y Expresion, en Los Privilegios de la Vista, op. Cit. P. 291

13) Octavio Paz, op. Cit. P. 143

14) Octavio Paz, op. Cit. P. 148

15) Octavio Paz, op. Cit. P.147




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Texto: Pablo Helguera. Columna de Arena: José Roca
Presentación en Internet: Universes in Universe - Mundos del Arte, Gerhard Haupt & Pat Binder