índice no. 7
José Roca
Reflexiones críticas desde Colombia

Retrato de sociedad respuesta, comentario

Ana MosseriActualmente se presenta en la Galería El Museo de Bogotá Foto Album, una exposición de la joven artista Ana Mosseri consistente en 50 retratos - basados en fotografías - de personas que pertenecen a su círculo familiar o afectivo. En esta pequeña galería de retratos light todo es adecuado: el área (el parque de la 93); el sitio (el Centro de Diseño Portobelo); la Galería (El Museo) y los modelos (nuestra pequeña farándula local). Sin embargo, la distancia irónica - consistente en evidenciar la frivolidad como signo de nuestro tiempo - no alcanza a tapar la vacuidad de esta operación que tiene más de evento social que de acontecimiento cultural.

Como es bien conocido, el retrato fue género privilegiado antes del descubrimiento de la fotografía, y entró temporalmente en crisis con la aparición de esta; una vez superado el impasse de la verosimilitud en el ejercicio del retratista, el género ha experimentado a través de las épocas cambios radicales, durante cuyo proceso la identidad del retratado ha pasado gradualmente a un segundo plano, privilegiándose el enfoque del artista, su propuesta y su quehacer.

El retrato ha sido también una instancia privilegiada para el ejercicio del poder, entendido como espacio de reconocimiento social y estatus. Un ejemplo cercano: la obra retratística de Juan Antonio Roda, además de poseer un valor artístico per se, se ha convertido en una suerte de status symbol en ciertos círculos sociales. Las pinturas son encargadas, como otrora lo hacía la corte y la naciente burguesía; no son obras autónomas, ni surgen de una necesidad interior: sus motivaciones son otras. Pero la estrategia funciona también al revés, es decir que el estar incluido como sujeto de una exposición en una galería conocida se convierte en acto de reconocimiento y de pertenencia: no es de extrañar que apenas en la tercera semana, una buena parte de los retratos ya hayan sido vendidos, pues la táctica es también eficaz como estrategia de diseminación.

Volviendo a la exposición, sorprende el amplio cubrimiento de prensa que ha tenido esta muestra en proporción a la hoja de vida de la artista (y, claro, en proporción al precario cubrimiento de la actividad cultural en Bogotá), con lo cual se evidencia que los canales de difusión de la cultura están amarrados, por así decirlo, a la circunstancia social en la cual se produce el evento. En este sentido, tanto despliegue es conceptualmente adecuado a la naturaleza de esta muestra en particular. Dado que tanta reseña puede generar confusión en el público (que subliminalmente asume que un cubrimiento amplio de prensa equivale a una alta calidad de lo que se reseña), conviene sentar una posición personal respecto a esta modesta exposición, que, en otras circunstancias, no ameritaría una discusión extensa.

Para empezar, habría que dejar rápidamente a un lado cualquier tentativa de análisis de tipo pictórico o formalista. La factura de los retratos en cuestión deja mucho que desear; están pobremente ejecutados, con una desigual distribución del color que no corresponde a la intención manifiesta de recurrir a tonos planos en una clara alegoría a la estética de la publicidad, y con la referencia directa al trabajo de artistas que han trabajado este género como Andy Warhol, Alex Katz, o en nuestro medio Beatriz González y mas recientemente las propuestas de Wilson Díaz y Juan Mejía. Pero en el campo conceptual tampoco se videncia una posición sólida, o un planteamiento que induzca una reflexión más compleja por parte del espectador. Por momentos cree uno entrever la sinceridad de una mirada personal y cómplice hacia los sujetos de su círculo íntimo, a la manera de la fotógrafa norteamericana Nan Goldin - quien retrata su entorno personal, amigos que comparten unas preferencias sociales y sexuales particulares - el sub mundo de los Drag Queens, de los clubes y de la droga. En estos retratos hay una ventana hacia un mundo vedado para muchos de nosotros, con lo cual Goldin posibilita que se establezca una conexión empática con otras posibilidades de ser que salen de la norma social (logrando así imágenes con una estética particular y con un contenido en cierto modo político), lanzando preguntas provocadoras: ¿si hay marginales, donde están los márgenes? ¿quien los traza? ¿en qué momento lo marginal deviene mainstream?. Los retratos de Mosseri no plantean este tipo de problemáticas. No nos abren una ventana hacia otras realidades, como los de Nan Goldin; no problematizan la pertenencia a un grupo social, étnico o sexual - o a sus heterodoxias - como Diane Arbus o Robert Mapplethorpe; no plantean una reflexión sobre la vigencia contemporánea del género del Retrato; no cuestionan la pintura como praxis, ni problematizan la identidad del retratado, ni evidencian las delicadas redes afectivas que se tejen necesariamente entre los sujetos de un determinado grupo social. La artista pretende, según sus propias palabras, »captar fragmentos de las relaciones establecidas con cada una de las personas retratadas para lograr transmitir mis sensaciones y percepciones de instantes de la realidad que me rodea«. Esto es demasiado general y ambiguo: ¿cuales son estas relaciones, y de que manera las pinturas nos develan fragmentos de ellas? Tratemos de evidenciar algunas claves, que tienden a no ser consistentes: la mayoría de los retratos, excepto - entre unos pocos - el del hombre dormido (el arquitecto Jacques Mosseri, padre de la artista) el del Galerista y el de un conocido crítico de arte, miran fijamente a la cámara; el fondo de casi todos los retratos, con la notable excepción - entre otros - de los de los padres de la artista, es completamente neutral (planos de color); debemos inferir algo de estas circunstancias?

El crítico Robert Hughes, en »The rise of Andy Warhol« (Art after Modernism, The New Museum of Contemporary Art, 1984), comentaba que la decisión que tomó el Instituto de Arte Contemporáneo de Los Ángeles en 1981 de exponer a Warhol con LeRoy Neiman (el ilustrador de numerosas revistas populares norteamericanas como Playboy y carteles con temas deportivos), en vez de elevar a Neiman - considerado unánimemente por la crítica de arte norteamericana como un artista comercial de bajo nivel - al nivel de Warhol, se abría la puerta a una posibilidad imprevista: bajar a Warhol al nivel del cronista de la sociedad del espectáculo que siempre fue, convirtiendo esta exposición en una versión de la frase inocente del niño que revela que el emperador ha estado siempre desnudo. Las reflexiones de Hughes sobre Warhol vienen a cuento cuando se analiza la propuesta de Ana Mosseri: la misma distancia con la factura y el oficio, la misma insistencia con el carácter superficial de la pintura. Lo que se ve es lo que se ve, o, como decía Warhol respecto a sus retratos, »si usted quiere saber todo acerca de mi, simplemente mire la superficie de mis pinturas, películas y a mi mismo, y allí estoy. No hay nada detrás«. Este tipo de afirmaciones hechas en los sesentas, cuando los mitos modernos de la autoría, la originalidad y la trascendencia de la obra tenían todavía vigencia, cobraban un sentido político y un valor desestabilizante y subversivo dado el contexto; hoy en día, una propuesta que se quede en la superficialidad de una imagen no problematizada, aún desde una distancia irónica, se ve reducida a ser una actitud anacrónica y estéril. Una praxis artística que recién comienza no puede sostenerse en soportes tan precarios como los que sustentaron al Warhol decadente de la última época: los medios, las relaciones y el aparato validatorio de las páginas sociales. Una artista que apenas empieza a exponer, y que elige pasar por alto el proceso usual de selección del medio del arte (salones de arte joven, eventos abiertos, Salon Nacional), tiene imperativamente que estar a la altura de las expectativas generadas por el tour de force de promoción armado en torno suyo.

Bogotá, septiembre de 1998

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